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LA TECLA CON CAFÉ

Fidelísimo martiano

Fidelísimo martiano


sábado, 28 de enero de 2017
8:51:49 a.m. 
 

Por Mercedes Rodríguez García 
Fotomontaje: Linares

Dudaba el investigador sobre cómo iba vestido nuestro Héroe Nacional el día que cayó en Dos Ríos: si como Gómez lo describió «de saco negro, pantalón claro, sombrero negro de castor y borceguíes negros», o como vistiera por aquellos días y describe el propio Martí, con sombrero de paja y chamarra de dril ruso.

Un día se le presentó la oportunidad de plantearle la interrogante al Comandante en Jefe, «y con esa mirada pícara que él tiene», le respondió: «A lo mejor, con lo limpio y escrupuloso que era, Martí mandó a lavar la ropa de tantos días» Y no deja de tener razón, es una posibilidad, «nunca hay una
sola verdad», admitió el Dr. Rolando Rodríguez García en una entrevista que le hiciera para Vanguardia en mayo de 2015.

Pulcro él también en el detalle, Fidel podía imaginarse a tal punto al héroe de Dos Ríos. Para él desde los años escolares, guardaba una devoción infinita.

«Vivimos orgullosos de la historia de nuestra patria; la aprendimos en la escuela, y hemos crecido oyendo hablar de la libertad, de la justicia, y de derechos. Se nos enseñó a venerar desde temprano el ejemplo glorioso de nuestros héroes y de nuestros mártires. Céspedes, Agramonte, Maceo, Gómez y Martí fueron los primeros nombres que se grabaron en nuestro cerebro», expresó durante la autodefensa, el 16 de octubre de 1953, el principal encartado de la Causa 37 por el asalto al Moncada.

¿Qué cubano no conoce o ha escuchado —tal vez descontextualizadas— decenas de frases de Fidel en su alegato conocido como La Historia me absolverá, y que hacen referencia directa o indirectamente, en letra o en espíritu, a nuestro héroe de héroes?

«¡No importa en lo absoluto! Traigo en el corazón las doctrinas del Maestro y en el pensamiento las nobles ideas de todos los hombres que han defendido la libertad de los pueblos», afirmó luego de increpar al tribunal por haberle negado que llegaran a sus manos obras de consulta de cualquier materia, entre ellas, los libros de Martí.

Y para quienes lo llamaran por ello soñador, como Martí les dijo: «El verdadero hombre no mira de qué lado se vive mejor, sino de qué lado está el deber; y ése es [...] el único hombre práctico cuyo sueño de hoy será la ley de mañana, porque el que haya puesto los ojos en las entrañas universales y visto hervir los pueblos, llameantes y ensangrentados, en la artesa de los siglos, sabe que el porvenir, sin una sola excepción, está del lado del deber».

Solo en ese elevado e inspirado propósito martiano, era posible para Fidel «concebir el heroísmo de los que cayeron en Santiago de Cuba».

Martí vivía en Fidel, no quepa la menor duda. Y si las almas en algún momento transmigran, la de Martí debió constituirse energía trascendente —invisible e inmensurable— que por su boca hablaba, encarnando la misma rebeldía y el desafío derivados de los actos del Apóstol de la independencia de Cuba. O por lo menos, como me contara durante una entrevista —también para Vanguardia— el poeta Yamil Díaz, «alguno de aquellos mambises iletrados que conocieron a Martí en las montañas de Oriente. Esos que oían sus arengas y algo mejor: lo vieron dormir en una hamaca, escribir a sus amigos, almorzar, comentar las hazañas de la Guerra Grande». 

Fidel —no es desatinado suponérselo— debió no solo haber visto en sueños a Martí, sino también en «ese otro plano al que engañosamente llamamos “realidad”». 

No hay escrito o pieza oratoria de Fidel donde encumbren tan claro y vibrante el pensamiento martiano y la historia de Cuba como en La Historia me absolverá. Convertido de acusado en acusador, denunció en ella los problemas sociales que afectaban al país —latifundios, insalubridad, miseria, analfabetismo—, y dio a conocer las medidas que tomaría la Revolución una vez derrotado el oprobioso régimen. ¡Tal era su fe en el triunfo! 

Los más suspicaces pudieron haber presentido en el verbo encendido del aquel abogado «querellante» de 27 años a un peligroso líder de ideas marxistas, algo que nunca negó y aclaró siempre que pudo porque, «antes de eso», ya era un profundo martiano. Como lo hizo, en 1985, a Carlos Alberto Libânio Christo, sacerdote brasileño de la Orden de los dominicos, más conocido por Frei Betto: 

«Yo antes de ser comunista utópico o marxista, soy martiano, […], fui siempre también un profundo admirador de las luchas heroicas de nuestro país. […] Claro que Martí no explicaba la división de la sociedad en clases, aunque era el hombre que siempre estuvo del lado de los pobres, y fue un crítico permanente de los peores vicios de una sociedad de explotadores. […] Yo digo que en el pensamiento martiano hay cosas tan fabulosas y tan bellas, que uno puede convertirse en marxista partiendo del pensamiento martiano». 

El poeta, ensayista y crítico cubano Cintio Vitier validaría al colega Luis Báez —para su libro Absuelto por la historia, publicado en 2001— «los principios marxistas que libremente Fidel asumió en su juventud […], con el tiempo le permitieron una argumentación de amplitud latinoamericana que en la práctica ha llegado a ser ecuménica». En especial aquellos que «fundamentaron un desmontaje científico del capitalismo, al injertarlos en la cepa del pensamiento martiano». Práctica universal que lo llevó «a una especie de equilibrio en que previsión y rebeldía se equivalen». 

De ahí —explica Vitier— el nexo que Fidel siempre buscó «entre el análisis y la acción, entre la intransigencia y la lucidez, tocando el borde de las posibilidades reales de los factores objetivos y subjetivos en la lucha contra un enemigo tan desproporcionado», demostrando «que lo único prudente es rebelarse contra todo fatalismo histórico».

Llegado a este punto, y más allá de «cualquier recuento de aciertos y errores» —especifica Cintio— Fidel se convirtió «predicando con el ejemplo de la independencia y la resistencia del pueblo cubano, en mensaje de esperanza, aliento combativo e impresionante convicción de una victoria planetaria». 

Fidel encarnó ideales y delineó la Patria que imaginó nuestro Apóstol, resumiendo en sí mismo la evolución y síntesis del pensamiento político, económico y social de la nación cubana. 

¿Romántico? Hasta donde mismo presumía que es posible el cielo en la tierra, fue «un hombre privilegiado por su formación cristiana, su opción marxista y la asimilación de la prédica martiana», de acuerdo con Frei Betto. 

¿Extremista?, como lo han calificado algunos. ¡No! Fue «un hombre radical, lo que significa, como señaló Martí, ir a la raíz, y ella no está en los extremos, sino en el centro de la verdad y de la acción revolucionaria. En esto consiste su genio político», según el intelectual y político cubano Armando Hart.

En más de una ocasión he escuchado o leído a Eusebio Leal aseverando lo muy difícil que resulta valorar el impacto de una personalidad en la conciencia de sus coetáneos, tarea que él deja a los biógrafos, duchos en ordenar anécdotas y testimonios de los cuales surge —ojalá sea con pasión y verdad, aclara— la semblanza de los héroes. 

Mas, volver a Fidel Castro cuando ya no existe físicamente ha sido complejo. Ya ven. No porque falte la anécdota, el testimonio o el documento sobre el mortal, sino por ese vacío que gravita en quienes crecimos viéndolo y escuchándolo en la infinitud de la vida nacional, y que ahora —dada la frescura de la rehusada partida— nos empuja al vértice de la incomodidad y la aflicción. 

Por ello duele tener que escribir los verbos en pasado, o colocar justos adjetivos por temor a sonar grandilocuente, falsa, o lo que es peor, fallarle a él mismo rindiéndole desmedido culto a su persona. 

Y volver a Fidel de la mano de José Martí, si no difícil, es al menos arduo. No tanto por el miedo a decir lo mismo que otros dijeron —siempre queda el recurso del entrecomillado—. Es por la fuerza centrípeta del alma que nos impide la aceleración intrínseca a todo artículo periodístico, y superpone —en detrimento del análisis— la emoción a la razón. 

Mas, parafraseando a Leal, lo que desarticula y trastorna de verdad es la grandeza que se levanta de los hechos cotidianos por lo efímero que es el espacio de la vida. 

Pero hay vidas grandes, infinitas. 

Vidas eternas, perdurables, memorables, porque de sus «cadáveres heroicos» se eleva el «espectro victorioso de sus ideas», como expuso Fidel en su alegato refiriéndose a sus compañeros caídos durante el asalto o asesinados luego. Vidas que «no tenían precio», vidas que «no podrían pagarlas con las suyas todos los criminales juntos». 

Vidas sin límites, vidas martianas que no extingue la muerte, que no pueden llorarse sobre las sepulturas, que no temen ni se abaten ni se debilitan jamás «porque los cuerpos de los mártires son el altar más hermoso de la honra». 

Y por labios de Fidel continuaría el Apóstol: 

Cuando se muere
En brazos de la patria agradecida,
La muerte acaba, la prisión se
rompe;
¡Empieza, al fin, con el morir,
la vida! 

Nadie sabe cómo transcurrieron los últimos minutos de Fidel. Y, no. No puedo ni quiero imaginármelo yacente.  Fidelísimo partió y en polvo caminó a  sembrarse al lado de Martí, predicando en la marcha. 

A Fidel, como en los versos de quien tanto venerara: «La estrella como un manto, en luz lo envuelve» 

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