Cuando un colega se va en enero
6:42:12 p.m.
Por Mercedes Rodríguez García
Comenzando 2016, una tras otra, las noticias me sacudieron. Primero Aldo, el día 2; ocho días después, Vera. No. No era solo la pérdida física de dos coterráneos queridos y admirados a lo largo de mis años de ejercicio en la prensa escrita. No. Con ellos también se me iba un tiempo de insustituible aprendizaje reporteril, cuando allá por los años 70 del pasado siglo, los conocí a ambos. Y por si fuera poco, enero 11 me llegaba triste con el recuerdo del «profe» Julito—sagüero, como Vera— noqueado cuatro años antes, en plena calle, por un desalmado y desatinado infarto.
Y es que esta inevitable cuestión de morirse, por ser la única certeza en la vida —apena salidos por el hueco más femenino y maternal que existe—, no deja de sorprendernos. De modo, que a los tres: Aldo Isidrón del Valle, Ernesto Vera Méndez y Julio García Luis, por haber sido gente extremadamente seria y formal, no podré perdonarles la chacota de abandonarnos en este primer mes del calendario, cuando los revolucionarios cabales solemos celebrar la gran fiesta del Triunfo.
Pero me han pedido hablar de Vera, un hombre que, pese a las más de dos décadas de diferencia de edad, supo guiarme en la conducción de la delegación provincial de la Unión de Periodistas de Cuba (Upec), que él presidía a nivel nacional.
Entonces no existía eso de «jóvenes» y «viejos». La diferencia entre unos y otros, solo la marcaba el estilo. Pero no el del vestir, ni el de los gustos, sino el de escribir, y sobre el cual siempre me aconsejaron responsabilidad, autenticidad, claridad y elegancia, cualidades que se enseñan pero no se aprenden en la universidad.
El estilo viene con el hombre o el estilo es el hombre, se dice. Y el de Vera se traslucía de los pies a la cabeza, de la cabeza al corazón, del corazón a la mano. Pero más que todo en el azul antiestresante de sus ojos, que un día me atreví a lisonjear en plena tertulia porque «tenían el poder de paralizarme» si me miraba «en el mismo momento en que iba decir un disparate».
Vera era él mismo en todas partes: en las reuniones, en las tribunas, en el aula, en la oficina, en la casa. Sé que tenía su genio, pero lo mordía o se lo tragaba junto al café, o con el humo de los inveterados cigarrillos que en sus años de fumador sentaron cátedra pulmonar y amarillo indeleble en aquellos dos dedos humeantes con los que rebelaba, demostraba, denunciaba, descubría, incitaba, diciendo con ellos en alto lo que su boca callaba por prudencia, o exclamaba sin miedos y sin manchas.
Con Vera compartí muchos momentos, hasta que tras el V Congreso de la Upec (1986), y luego de encabezar durante 20 años a la organización, pasó a dirigir en México el Centro Regional de la Organización Internacional de Periodistas de la cual fue vicepresidente.
Mas, antes de marcharse, el 8 de julio de 1985, Vera me puso a Fidel en el camino. O mejor, me invitó a una recepción que organizó el Comandante en Jefe para los delegados e invitados del IV Congreso de la Federación Latinoamericana de Periodistas (Felap), que acaba de concluir en La Habana. Nunca me reprochó lo que algunos tildaron de locura al pedirle yo a Fidel «dos minutos para hablar de Medicina». Al contrario. «Aprovechaste bien la oportunidad», como dijo poco después durante una reunión de presidentes de las delegaciones provinciales de la Upec, mientras me entregaba el cuadro con la foto de aquel momento inolvidable.
Con Vera viajé a la URSS en febrero de 1982, vi Espartaco en el Bolshoi, caminé por Volokolansk, degusté el vodka y el caviar, la piba, la smetana y el borsch, y trabajé y trabajé organizándole y mecanografiándole documentos traducidos del ruso al español, cumpliendo otras encomiendas en la agencia Novosti o en la embajada de Cuba, o en las tiendas, porque a él tiempo nunca le alcanzaba para establecer contactos y afianzar relaciones. Siempre cumplí al pie de la letra sus instrucciones, sin más advertencias que «no me hagas quedar mal». A veces sentía miedo. Yo solo tenía 31 años. A mi regreso, con algo de ironía y más de suspicacia, un colega a quien le conté me dijo: «te estaba probando». No lo creo.
Y juntos Vera, Irma Armas y yo, bautizamos la editorial de la organización. «No se rompan más la cabeza, vamos a hacer una encuesta», les dije. Y sin esperar autorización salí con un papelito por toda la Upec para que la gente marcara el de su preferencia: Pablo de la Torriente Brau, Julio Antonio Mella y Rubén Martínez Villena. El primero acaparó la mayoría. No recuerdo cuántas, pero sí lo que Vera, con apropiado tacto, me dijo al otro día, cuando sin permiso irrumpí en su oficina para informarle. «Cualquiera de los nombres sería el mejor, pero ya veo que la mayoría coincide con Irma y conmigo… Y tú, ¿también? ¿Por qué?». Ese era su magisterio. El magisterio de los pedagogos sabios.
Ya entrado el nuevo siglo Vera me ayudó en la adecuación de asignaturas y preparación del personal docente para la apertura de la carrera de Periodismo en la UCLV. Jamás rechazó a ninguno de los alumnos que mandé a consultarle. Dos de sus textos, «Mentira organizada y verdad dispersa», y «Periodismo, lucha ideológica» —en coautoría con Elio Constantin Alfonso— resultan indispensables en la especialidad. Pero además, su memoria privilegiada, su protagonismo y capacidad para integrar y valorar sucesos, lo convertían en el experto perfecto para cualquier tesis de grado. Siempre lo llamaba antes por teléfono «Que venga, que me localicen, que ya buscaremos el tiempo y el lugar», me respondía invariablemente.
Me apeno de que Ernesto ya no viva, y del dolor de su último dolor físico incalmable. «Ya no habrá nueva oportunidad de recibir su mirada dulce; o escuchar sus ideas en palabras directas, precisas, pausadas, de impecable dicción; ni hojear más el libro de su vida, abierto siempre a todos; y no disfrutar más la maravilla de medir la altura de su modestia. Y de su dignidad», dijo en la despedida de duelo Túbal Páez, vicepresidente primero de la Felap y Presidente de Honor de la UPEC. Y aunque es la muerte es única certeza de la vida, la de Ernesto Vera Méndez continuará sorprendiéndome. Siempre lo recordaré. Cuando repase uno sus textos, cuando lea cualquiera de sus artículos, cada vez que asome Enero y los revolucionarios continuemos aportando por el Triunfo.
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