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LA TECLA CON CAFÉ

Café Literario

Dos Adelaidas en busca de reinos olvidados

Dos Adelaidas en busca de reinos olvidados

 

domingo, 19 de enero de 2020
8:54:10 p.m.

La médica, narradora e investigadora Adelaida (Laidi) Fernández de Juan heredó de su progenitora el sentido del humor (agudo, inquisidor) y el de la inquietud por investigar aquellas aristas del arte minimizadas muchas veces por la Academia. (Foto: Adán Iglesias/ En el 2019, Laidi presentó la ponencia  La Habana en dos tiempos. De Jorge Mañach a Eladio Secades. 

Que la investigadora, narradora y columnista Laidi Fernández de Juan aparezca en el programa teórico de un evento de humor es garantía de calidad. Sus presentaciones, además de serias, en el sentido académico, son un gustazo. Ella tiene el don de atrapar. Es auténtica.

Escucharla tiene un encanto adicional, las inflexiones de su voz, la gestualidad, esa mirada por encima de los lentes y acotaciones nos hace aprehender del muy vilipendiado humor. Ese que en Cuba tiene excelentes hacedores y que desde el Centro Promotor del Humor se preocupa y ocupa porque cada vez sean mejores las puestas en escena y estimula la superación de sus creadores.

El poeta Luis Rafael la presenta en el Centro Virtual Cervantes, perteneciente al instituto español que honra al creador de Don Quijote, de esta manera:

“Adelaida (Laidi) Fernández de Juan (La Habana, 1961) nació predestinada para escritora. Hija del poeta Roberto Fernández Retamar y de la ensayista Adelaida de Juan, creció rodeada de libros en una casa frecuentada por escritores. Sin embargo, quizás por ese espíritu contradictor que anima a los hijos, se decidió por la medicina. Pero el destino se agazapaba en un recodo y la Dra. Adelaida fue enviada en 1988 a trabajar dos años a Zambia, donde la añoranza de su tierra y el impacto de la realidad que le sale al paso engendran Dolly y otros cuentos africanos (Premio Pinos Nuevos, 1994), libro que marca su debut como narradora…”

 Con la entrada a las letras cubanas la médica Adelaida optó por firmar Laidi (como cariñosamente la llamaba su hermana para distinguirla de la madre). Una mirada a sus publicaciones: once sus libros de cuentos, una novela e innumerables crónicas y artículos costumbristas. Se deduce su preferencia hacia el cuento, sobre este, dijo recientemente: “requiere de contundencia, del famoso nocao que conocemos. En sentido general, mi vida ha sido agitada, tendiente a la turbulencia, a lo urgente, y quizás la inmediatez de todo explique mi poca aptitud para crear ambientes, personajes, entornos dilatados…”

—¿Cuándo y por qué emplear el eufemismo, tan peculiar en ti?

—El humor, lo he dicho otras veces, es un recurso, un instrumento. En literatura y en cualquier manifestación artística, debe emplearse como soporte a la idea, al pensamiento. En mi caso, no me lo propongo, no me considero una escritora puramente humorística, sino alguien que cuenta. Y entre nosotros la gracia está por todas partes. Quizás los dioses me hayan dotado de cierta habilidad para narrar sin gravedad.


—Es más latente en las estampas habaneras…

—No fluye el humor con el mismo énfasis en una estampa que en un cuento. No es lo mismo ficcionar que cronicar, aunque en todos los géneros se exige el mismo rigor, en sentido general, y muy particular para el humor.

—La mujer sobrecargada en las tareas domésticas, la que se emancipa y se hace de un espacio en la sociedad están en tus textos. ¿Cuándo fuiste consciente de escribir desde la perspectiva de género? 

—Tampoco me propuse levantar una barricada contra las actitudes machistas. Simplemente narro lo que me sucede, y lo que observo a mi alrededor. Y Cuba, país machista, es rico en anécdotas de ese tipo, por desdicha. Como dijo Bárbara Kingsolver,  “todas las mujeres estamos hechas de la misma tierra cicatrizada.

“Nací de una mujer extraordinaria, iconoclasta y rebelde. Yo no podría traicionar la educación que ella me regaló, y me rebelo, a mi manera”. 

—¿Eres feminista?

—No comulgo con ninguna doctrina, ni pertenezco a ningún partido. Mi militancia es la autenticidad, y la justicia. Aprendí en mi hogar que todos y todas somos iguales, de manera que cualquier discriminación (por color de piel, rasgo somático, orientación sexual, religiosa, ideológica) me resulta abominable.

  

—Es Laidi sensible, sincera y a su vez directa y nada protocolar, ¿me equivoco?

—Bueno, si lo dices, me agrada que me vean así. En realidad, huyo de los formalismos porque me resultan falsos, igual que las poses estatuarias

—Adelaida de Juan, tu progenitora, prestigiosa crítica de arte, dedicó gran parte de su carrera a  investigar el humor gráfico. También tú te dedicas a estudiar el humor (literario), ramas del arte que no son muy investigadas, ¿por qué?

—Buena pregunta. No se me ocurre una respuesta original, más allá de decir que mi madre, pionera en investigar lo que a nadie interesaba, me transmitió, sin saberlo, esa inquietud por las aristas que eran consideradas de menor valía. No sé bien por qué, pero lo cierto es que somos dos Adelaidas en busca de reinos olvidados. Colaborábamos una con la otra, y no te imaginas cuánto nos divertíamos. Su sentido del humor (agudo, inquisidor), era tan cautivante como toda su personalidad. No soy más que una brizna de ella, una pequeña luz que permanece encendida, en su honor eterno.

—En el 25 aniversario del Centro Promotor del Humor (CPH)  recibiste en el Karl Marx un reconocimiento de manos de su director Kike Quiñones, quien reconoció tu incondicionalidad y disposición a colaborar en cada uno de sus proyectos…

—Es un honor haber recibido dicho reconocimiento. En realidad, debería ser a la inversa: yo le debo al CPH la posibilidad de mostrar públicamente investigaciones, reflexiones, lanzamientos de libros, y el aprendizaje de muchas teorías que, de otra forma, hubieran quedado apaciguadas, o, al menos, escondidas. El evento teórico del Aquelarre es el punto más elevado de los estudios sobre humor en Cuba.

    

—A gran parte del lector cubano no le llegan las crónicas que publicas, solo pueden verse en sitios digitales o compiladas en libros. ¿Te gustaría ser columnista en uno de los periódicos nacionales como un día lo fue Eladio Secades, Enrique Núñez Rodríguez o Manuel González Bello?

—Me complace escribir estampas. Es el método viable para cumplir con la premisa de ser cronista de mi tiempo, propósito que valoro muchísimo. Mantengo varios espacios digitales: Hablando en plata, de la Jiribilla, Hoy por hoy, del boletín del Centro Pablo, Letras afines, del mismo sitio. Varias veces me han solicitado crónicas para publicaciones planas, como Granma y Juventud Rebelde, y he enviado algunas, al cabo todas desaprobadas.

“Obviamente, no paso el filtro de los decisores, por lo cual floto en el espacio sideral. No me lamento por ello. Es el destino quien manda, por decirlo de alguna manera, y no me opongo a ello. No pienso cambiar nada de lo que pienso y escribo, y asumo el riesgo de permanecer en el limbo de ser desconocida para el gran público. No soy ambiciosa, como puedes ver”.

(Fuente: Departamento de Comunicación/IIPJM/Julieta García Ríos)

Un libro con fotos y cartas inéditas rinde homenaje a Benedetti

Un libro con fotos y cartas inéditas rinde homenaje a Benedetti


jueves, 16 de enero de 2020
8:42:07 p.m.

A casi cien años del nacimiento del poeta, narrador y dramaturgo, la fundación Mario Benedetti reúne textos y fotos inéditas sobre su vida y obra.

El 14 de setiembre de 2020 Mario Benedetti cumpliría 100 años. Su obra, y su vida también, aunque en menor medida, es conocida y aprehendida por miles de lectores en todo el mundo.

Autor de poemas como Hagamos un trato o Semántica práctica y novelas como La tregua, las palabras de Benedetti trascendieron las fronteras de Uruguay, llegando y dejando huella en Cuba, España y Francia, por nombrar solo algunos de los destinos donde lo llevó el exilio y la escritura. En su casa recibió más reconocimiento que críticas, aunque por momentos las segundas se hicieron sentir con fuerza.

Ahora, cuando ya pasaron más de diez años de su muerte, ocurrida en mayo de 2009, la fundación que lleva su nombre editó Cien veces Benedetti, una investigación que reúne en un bellísimo libro-objeto, además de su ya más que conocida biografía, fragmentos de las cartas que intercambió con figuras de la literatura como Julio Cortázar o Ángel Rama, de la política como Líber Seregni y Wilson Ferreira Aldunate, fotos inéditas —producto, seguramente, de que la fotografía era una gran afición en su familia— y apuntes sobre su vida y su obra. 

A lo largo de sus casi 120 páginas, se cuenta por qué el autor llevaba cinco nombres (Mario Orlando Hardy Hamlet Brenno), cómo fue su infancia jugando en el Parque Capurro, su pasaje por el Colegio Alemán y el ascenso del nazismo, su amor adolescente y matrimonio por más de 60 años con Liropeya Luz López Alegre, el comienzo de su militancia desde el Estadio Centenario (el mismo en el que iba a ver al Club Nacional de Fútbol), sus varios exilios, su meticulosidad al escribir cartas, a las que hacía con carbónico para siempre conservar una copia, y muchos detalles más, de esos que construyen a la persona detrás del personaje. 

Bajo la batuta de Hortensia Campanella, presidenta de la Fundación Mario Benedetti, el recorrido por la historia de este poeta, narrador, dramaturgo, crítico, periodista y defensor de los derechos humanos viene acompañada por textos de figuras como Luis García Moreno, Diane Denoir, Sergio Ramírez, Claudia Piñeiro y Mario Vargas Llosa, agregando datos pintorescos que forman parte más del anecdotario que de la historia oficial.

"Con su habitual sinceridad, Benedetti ofrece un paisaje compartido, no solo geográfico de un Uruguay querido, que con el tiempo se hace latinoamericano, sino sobre todo —y eso es lo que le da proyección universal— un paisaje espiritual, de preocupaciones, de humor, de nostalgias y esperanzas, tan humano todo ello. Del diálogo constante que mantiene el hombre y el creador con su contexto extrae temas, personajes o tonos, y también algo mucho más trascendente: la búsqueda, el éxtasis, la incertidumbre en la que cada uno se reconoce. Su prosa y su verso interiorizan esa realidad y la ofrecen como espejo", dice Campanella en su texto, que oficia como prólogo de todo lo que vendrá después.

A continuación, algunos de los fragmentos de libroCien veces Benedetti, Fundación Mario Benedetti, 117 páginas.

 

Había muchos motivos para que la gente de mi edad comprometida con la izquierda admirase a Mario Benedetti, autor querido que llenaba los salones de actos de Madrid o de cualquier ciudad española, y que formaba parte de la educación sentimental de numerosos jóvenes. Su poesía y sus narraciones, atentas a la vida cotidiana de la gente normal, formaron enseguida parte de mis lecturas, igual que sus ensayos de crítica literaria. Detrás de su figura humilde y de su simpatía pacífica había un carácter germánico que le hacía tomarse con rigor cualquier tarea. Era meticuloso a la hora de organizarse, de estudiar e incluso de perseguir la sencillez. Después pude comprobarlo en diferentes ocasiones, ya fuese en la organización de un curso de verano, la presentación de un libro o la participación en un acto político. (Luis García Montero, poeta español y director del Instituto Cervantes)  

"Benedetti, yo no entiendo cómo ha hecho usted para meterse tan a fondo en el libro y decir de él un montón de cosas que yo no conseguiría jamás articular coherentemente. (No es falsa modestia; supongo simplemente que si fuera capaz de entender del todo el libro, no habría conseguido escribirlo; la parte del balbuceo, de la imposibilidad de objetivar las corrientes profundas, se convierte en la obra, pero jamás puede situarse en el plano de la explicación de la obra). Pero esa frase entre paréntesis lo alcanza también a usted, porque sólo desde adentro se podía ver con tanta claridad el móvil de Rayuela, y en usted el poeta y el crítico son uno solo frente a la obra que primero padecen y después elucidan". (Carta a Omar Prego y María Angélica Petit, La Habana, 26 de junio de 1979).

  

"Estoy contento de haberte conocido, de que seamos amigos, de haber leído tus libros. Anoche terminé los cuentos, que me gustaron tanto como tus poemas y tu ensayo. Pero lo que más me entusiasma es tu novela: la leí de un tirón, en una noche. Es un magnífico libro, hombre, muy pocos en América Latina manejan una lengua tan exacta, rica e inteligente. Es una novela honesta y auténtica, en la que nada está de más y que va contra la corriente, porque a los subdesarrollados nos gusta contar historias tremendas, excepcionales, y eludimos lo rutinario y lo banal que, sin embargo, ocupan sectores más anchos de realidad. Es formidable cómo gracias al estilo riguroso esa historia trivial y esos personajes mediocres adquieren grandeza y cómo en ese universo de burocracia mesocrática brotan de pronto la ternura, la pasión. Es un trabajo que me hubiera gustado escribir y que lamento no haber leído antes. Me ocurrió algo curioso leyendo tus poemas. Encontré de pronto un verso que me hizo dar un brinco: ‘cuando la casa verde envenenaba el aire´. Parece mentira. Lo he puesto como epígrafe de un fragmento de la novela que ahora corrijo, que envié a una revista limeña. ¿Sabes que la mitad de esa novela cuenta la historia de una casa verde, que existió hace ‘quince o veinte años’ y que precisamente ‘envenenaba el aire’ de una ciudad que se llama Piura? Carajo, "parece mentira". (Carta de Mario Vargas Llosa, París, 5 de agosto de 1964 sobre La Tregua y algunos poemas).

  

Lo empecé a conocer como escritor con el estreno de La Tregua. Primero vi la película, pero inmediatamente quise leer el libro. Necesitaba saber más de Laura Avellaneda. No se podía morir así, no era justo. Martín Santomé no merecía quedarse otra vez solo y sin amor después de haberla conocido. Sin embargo, leyendo la novela entendí por qué el autor había elegido ese destino irremediable para sus personajes. Mario Benedetti había elegido contar la historia a través de un diario, entonces, en aquella lectura no sólo pude escuchar la voz de Martín Santomé sino meterme en su cabeza, algo que solo permite la literatura. "No quiero un Dios que me mantenga, que se decida a confiarme la llave para volver, tarde o temprano, a mi conciencia; no quiero un Dios que me brinde todo hecho, como podría hacer uno de esos prósperos padres de la Rambla, podridos en plata, con su hijo pituco e inservible. Eso sí que no. Ahora las relaciones entre Dios y yo se han enfriado. Él sabe que no soy capaz de convencerlo. Yo sé que Él es una lejana soledad, a la que no tuve ni tendré nunca acceso. Así estamos, cada uno en su orilla, sin odiarnos, sin amarnos, ajenos". Después de leer este párrafo supe quién era aquel conocido que me susurraba palabras desde los posters pegados en las paredes, y me lamenté que lo mejor de él no cupiera en ellos. (El que nos susurraba palabras. Claudia Piñeiro, escritora argentina; ganadora de los premios Sor Juana Inés de la Cruz y Rosalía de Castro).

  

"Bueno, aquí entre el tomillo y el ‘pastis’, con una gran ventana abierta sobre el Vaucluse y los montes de Luberon, me metí en ese Montevideo bastante aterrador de su libro, y no pude volverme al campo hasta llegar a la última página. Si una de las maneras de juzgar una novela rioplatense es su interés (y yo creo que es una de las maneras más importantes y menos tenidas en cuenta por los escritores), Gracias por el fuego tiene esa virtud en grado máximo. Mi mujer y yo la leímos en un día (...) Leyendo su libro medí una vez más eso de ‘mi destino sudamericano’, esa indecible combinación de recuerdos, nostalgias, rencores y pasiones que es ser argentino u oriental. A lo largo de muchos años me ha sucedido con Arlt, con Onetti, con Borges, con algún otro que olvido ahora. Gracias por el fuego me devuelve otra vez a esa dependencia indeclinable, que desde aquí es todavía más intensa, porque en el fondo uno la elige al decidir que va a leer una novela uruguaya cuando muy bien podría no leerla. No sé si me hago entender, porque lo escribo a toda máquina: quiero decir que cuando estoy en Buenos Aires sufro como un perro y no veo la hora de saltar al barco de vuelta, porque siento que eso que llaman la argentinidad me es impuesto con la conocida insolencia de mi capital; aquí, en cambio, sigo siendo argentino porque, en última instancia, se me da la gana. Una de esas formas de dárseme la gana es seguir leyendo nuestra literatura. Y cuando me cae en las manos un libro como el suyo, tengo como una profunda felicidad, y me alegro de que haya en mí todo lo necesario para entrar a fondo en ese libro, rehacerlo en mí y sentirlo como una experiencia de vida y no un mero placer estético".(Identidad. Carta de Julio Cortázar, Saignon, 12 de noviembre de 1965).

  

El mundo que Benedetti construyó no hubiera sido posible sin la experiencia uruguaya que lo marcó con fuego, aunque, ya hombre grande, viviera en el exilio muchos años. Pero, no hay duda, se llevó consigo cuando fue ciudadano del mundo, la memoria de su pequeño país, la excepción a la regla en América Latina por sus instituciones representativas, su amor a la libertad y a la cultura, y por haber representado durante tantos años la civilización en un continente que parecía haber elegido la barbarie. Su gran mérito fue haber mostrado que esa sociedad que se acercaba a la perfección, no era nada perfecta cuando se la exploraba de cerca con el cariño que a él le inspiraban esas gentes que sin saberlo ni proponérselo construyen un país mediante sus esfuerzos cotidianos. Cuando los jóvenes revolucionarios llamados tupamaros decidieron que allí también hacía falta una revolución a la cubana —el sueño ideológico de la época— e introdujeron la violencia, aquel país tolerante desapareció y se convirtió en otro país latinoamericano prototípico, con militares torturadores y revolucionarios terroristas. Uruguay pareció tocar fondo. Menos mal que se ha ido reconstruyendo y vuelve, poco a poco, a parecerse al de los poemas y narraciones de los grandes escritores uruguayos de aquella notable generación: Juan Carlos Onetti, Idea Vilariño, Ángel Rama, Emir Rodríguez Monegal, Carlos Real de Azúa, Mario Benedetti y tantos otros. (Mario Vargas Llosa, escritor peruano y Premio Nobel de Literatura. Fragmento de su columna Piedra de Toque, en el El País de Madrid).

Mario iba a ser el padrino del hijo que esperábamos con Juan, mi pareja, pero no pudo ser. También Juan falleció repentinamente. A partir de ese momento que se me cayó la estantería en pleno exilio, Mario tomó el papel de un hermano mayor. Un día le conté que había tenido una especie de "alucinación consciente"; al día siguiente me trajo el cuento Transparencia que después publicaría en su próximo libro Con y sin nostalgia.

Amigazo solidario, siempre pendiente del estado de ánimo del día. Se propuso motivarme para que volviera a cantar y empezó a hilvanar un espectáculo de café-concert, basándose en una pareja que a través de canciones armadas con poemas musicalizados de diversos autores sudamericanos, plasmaran sus luchas, sus esperanzas, sus amores, sus fracasos, etc.: "La vida cotidiana". (Mi periplo y Mario. Diane Denoir, cantautora y miembro del Consejo de la Fundación Mario Benedetti).

(Fuente: galeria.montevideo.com.uy)

Jorge Luis Borges, el escritor que quiso abarcar el infinito

Jorge Luis Borges, el escritor que quiso abarcar el infinito

 

miércoles, 28 de agosto de 2019
7:51:55 p.m.

(Artículo reproducida de Clarín)

“Borges, es usted un genio”, sentenció un periodista de la revista Gente que entrevistaba al escritor, en 1972.“No crea, son calumnias”, contestó él, con ese humor que convertía en una fiesta cualquier conversación compartida (si contestaba a alguna pregunta de manera solemne era, la mayoría de las veces, porque le tomaba el pelo a su interlocutor.)  “No creo en el valor de lo que escribo, pero sí en el placer de escribir”, diría Borges cierta vez, consciente de que daba pruebas de su genialidad, en los hechos. 

Intentar dar cuenta —o justificar— la obra de Jorge Luis Borges en un artículo es asumir una imposibilidad: así como El Aleph, ese objeto imaginado en uno de sus cuentos, propone la aventurada hipótesis de que existe un instante en el que convergen, “todos los nuestros ayeres, todo el presente y todo el porvenir”, su obra es en sí misma una constelación en la que el genio se revela multifacético y atemporal, irreductible. Pero además, él mismo parece haber querido abarcar el infinito a partir de una obra que se despliega en múltiples direccionesy atraviesa muy diversos géneros. Maestro del cuento, poeta, traductor, conferencista, crítico, ensayista y un excelso orador: todos son Borges. Lo define esa diversidad, que impide estabilizar una única visión.

Borges fue y es, a la vez, el escritor más argentino y el más universal: “Buscó la figura bifronte de un escritor que fue al mismo tiempo cosmopolita y nacional”, define Beatriz Sarlo en Borges, un escritor en las orillas, libro en el que compila cuatro conferencias sobre el escritor. “La originalidad de Borges —anota— reside en “su resistencia a ser encontrado allí donde lo buscamos. La ironía desalienta a quien busque fijar un sentido; pero también defrauda a quien piense que no hay un sentido en absoluto”. Como en un juego de espejos, esos que tanto le inquietaban, Borges, se multiplica en un sinfín de variables. Por todo eso, querer asirlo es caer en una trampa.

A 120 años de su nacimiento, que se cumplen este sábado, en relación a su obra ya no hay polémicas, sino un consenso celebratorio: para millones de lectores en el mundo, Borges se lee como la comprobación de que la perfección literaria es posible, mientras el mito sigue creciendo en países como China, donde es el escritor más traducido del español, una vuelta del destino que le hubiese encantado. Al día de hoy, en la web se registran más de dos millones de tesis académicas dedicadas al análisis de sus textos. El mito sigue creciendo.

A la altura de los más grandes

 Intentando dar cuenta de la trascendencia del argentino, y del lugar que ocupa en el canon de la literatura de occidente, el crítico estadounidense Harold Bloom, uno de los más influyentes del mundo, ubicó a Borges junto al chileno Pablo Neruda como uno de los dos exponentes de la literatura en español más importantes de la historia después de Cervantes, en su libro más ambicioso, El canon occidental. Según Bloom, el efecto último que provocan sus libros es esa “perplejidad” de los escritores canónicos.

La opinión generalizada también lo ubica entre los más grandes autores del siglo XX, en un podio que comparte con autores como Kafka, Joyce, Beckett, Nabokov, Proust, Ibsen o Pessoa. Y no es exagerado predecir que en un futuro remoto —a uno, dos o cinco siglos de este presente— sus libros seguirán leyéndose como hoy se leen La Odisea o La IIíada: en sus últimos años, ese hombre queviajaba en sus ficciones por los laberintos del conocimiento y de la historia como un internauta por Internet, prefigurando lo que vendría, ya era considerado un clásico vivo, y su reputación no ha hecho sino afianzarse en estas tres décadas, en las que un mundo que, por otra parte, se ha vuelto cada vez más borgeano.

“Fue un autor que se buscaba a sí mismo en todos los aspectos del mundo, en la filosofía más intrincada y en el descarado revoque de un muro perdido en una solitaria calle de barrio”, definió María Kodama, su viuda y la persona a la que el escritor dedicó expresamente más textos.

En sus libros, traducidos a más de 30 idiomas, Borges desplegaba una serie de obsesiones personales: las trampas del tiempo, la existencia como laberinto, la vastedad del infinito, el destino, la duplicidad, la finitud o la dudosa seguridad de los espejos, que entramaba con la historia de las culturas, la metafísica y una curiosidad evidente por el pasado de este país con el que tuvo una relación ambivalente y de donde huyó para morir, en 1986.

Su obra está signada también por su amor por la filosofía: “Si soy rico en algo, lo soy más en perplejidad que en certidumbre —decía—. Un colega declara desde su sillón que la filosofía es entendimiento claro y preciso; yo la definiría como la organización de las perplejidades esenciales del hombre”.


Hasta las entrevistas que concedió a lo largo de los años –y se editaron en numerosas ediciones- terminaron convirtiéndose en piezas de valor literario; sobre todo al final de su vida cuando, ya habituado a la ceguera que lo había entrenado en el hábito de “escribir dictando”, disparaba reflexiones y respuestas que parecían formar parte de un corpus de una coherencia y un ingenio casi imposibles en la improvisación.

Para 1986, el año en el que murió en Ginebra, Borges se había convertido en un personaje más famoso que su propia obra. Y su influencia sería de tal que llegaría a percibirse como una sombra maldita para los autores que vinieron después.

La biblioteca en la que se figuraba el paraíso

Frente a una tradición literaria —la argentina— que se definía por su inclinación hispánica o francófila, Borges introdujo la variable inglesa en una serie de cuentos y poemas. El origen de su formación se remonta a la biblioteca en la que creció, figurándose el paraíso: “Si tuviera que señalar el hecho capital de mi vida, diría la biblioteca de mi padre. En realidad, creo no haber salido nunca”, admitía en la madurez evocando a aquel chico que, en un proceso atípico para un niño sudamericano, había crecido leyendo en paralelo en español y en inglés.

Después de haber escrito su primer cuento, La visera fatal, y haber traducido con relativo éxito El príncipe feliz, de Oscar Wilde, a sus 6 años, a los 8 Borges le expresó al padre que tenía serias intenciones de llegar a ser un escritor profesional, mientras se jactaba de haber leído a Poe, Carrol Dickens, Stevenson, Wells y Kipling: hubiera descollado en un concurso de niños prodigio.

La escritura fue la consecuencia casi inevitable de esa vorágine de lecturas, y la encerrona que eligió como forma de vida determinó, a su vez, una existencia, en algún sentido, incorpórea, más intensa entre las páginas: “Recuerdo más lo que he leído que lo que me ha pasado”, asumía. Las mujeres —incluso habiéndose casado dos veces— le resultaban un misterio indescifrable.

En la obra que urdió en soledad, la ficción se entrama con la teología cristiana, judía e hindú, las distintas corrientes del arte universal o el estudio de la Cábala. 

Así como Fervor de Buenos Aires (1921), su primer volumen de poemas, prefiguraba, según palabras de Borges, toda su obra posterior, en Historia Universal de la Infamia (1935), su primera obra narrativa importante, empieza a perfilarse el ilusionista capaz de moldear la realidad como una materia digna de ser mejorada. Con aquel libro, en el que combina su imaginación prolífica con personajes y circunstancias reales, su carrera empezaba a consolidarse. 

En 1938, un grave accidente —la herida provocada por el golpe con una ventana derivó en una infección generalizada— instalaron en él el miedo a la muerte. Esa convalecencia, que le sirvió para dar pie a más páginas espléndidas —escribió, durante aquel trance, el cuento Pierre Menard, autor del Quijote— afianzó, además, su idea de que la realidad empírica es tan ilusoria como el mundo de las ficciones.

Después vendrían Historia de la eternidad (1936), Ficciones —con el que empezaría el proceso de consagración internacional y El Aleph (1949)—, que para la crítica es, casi unánimemente, su mejor colección de relatos. Allí presenta una serie de eventos u objetos inverosímiles enmarcados en un ambiente realista, lo que contribuye a resaltar su carácter fantástico.

Esos títulos son parte de una secuencia que incluiría otros libros, como Para las seis cuerdas (1965), El libro de los seres imaginarios (1967), Elogio de la sombra (1969), El Informe Brodie (1970) o El oro de los tigres (1972), además de los relatos y antologías compuestos en coautoría con Adolfo Bioy Casares. Mientras que su autobiografía publicada por primera vez en inglés en 1970, por The New Yorker, se editó en 1999.

La visión había empezado a fallarle tras ser nombrado director en la Biblioteca Nacional, en 1955. Rodeado de libros, supo que nunca más volvería a verlos: “Nadie rebaje a lágrima o reproche/ esta declaración de la maestría de Dios/ que con magnífica ironía/ me dio a la misma vez los libros y la noche”, resumió en su Poema de los dones.

Su biografía —como la de la mayor parte de los autores del continente— registra también numerosas incursiones en el periodismo cultural: cofundó la revista Sur, de Victoria Ocampo —donde publicó algunos de sus mejores relatos y poemas—; dirigió el suplemento cultural del diario Crítica, de Natalio Botana, y escribió, entre otras publicaciones, en las revista El Hogar y Martín Fierro, prototípica del grupo literario Florida, que reivindicaban las innovaciones de las vanguardias de aquel animado comienzo del siglo XX. Fue un genio que no se privó de trajinar las redacciones.

El Nobel que no fue

Los cuestionamientos a su figura estuvieron asociados a su incomprensión –o comprensión tardía- del capítulo más sangriento de la historia argentina. El escritor sumaba al apellido patricio de su madre, Leonor Acevedo, otro de prosapia guerrera, por la rama de su padre, Jorge Guillermo Borges, descendiente de un linaje de militares que habían tomaron parte en la independencia Argentina. Esa herencia, a sus ojos heroica, acaso explique la ingenuidad imperdonable de haber creído, a mediados de los años 70, en unas fuerzas armadas prístinas, lo que, sumado a su furioso antiperonismo (“Los peronistas no son ni buenos ni malos, son incorregibles”, decía), lo llevó a cometer el peor error político de su vida.

Demostró un apoyo inicial a la última dictadura argentina —que derrocó a Isabel Perón— y compartió un almuerzo con el dictador Jorge Videla en 1976, al que llegó a agradecerle que hubiese “salvado a la patria del oprobio, el caos y la abyección en la que estábamos y, sobre todo, la idiotez. 

También aceptó un reconocimiento académico de manos del dictador chileno Augusto Pinochet en la Universidad Católica de Chile ese mismo año. Estos gestos habrían resultado imperdonables para el mundo civilizado. Al punto de haberle costado el Nobel, según la hipótesis más extendida: esperó el premio, en vano, durante casi tres décadas. (Otra hipótesis sostiene que la extensión de sus relatos, que rara vez supera las diez páginas, pudo haber sido un impedimento para la Academia Sueca.) 

“No otorgarme el Premio Nobel se ha convertido en una tradición escandinava”, comentó burlón. Cuanto se lo concedieron a Gabriel García Márquez en 1982, disparó “Me parece un excelente escritor y es muy justo que le dieran a él ese premio. Cien años de soledad es una gran novela, aunque quizás con cincuenta años hubiera sido suficiente".

Para 1980, el escritor admitía: “Me equivoqué. No debí hablar bien de los militares argentinos por una cuestión ética más que política. Ahora no apoyaría a los militares. No todos los muertos serían invariablemente inocentes pero deberían haber tenido el derecho de ser juzgados.” Ese mismo año, en el que recibía el premio Cervantes, firmaba una solicitada junto a otros intelectuales que repudiaban el régimen militar y reclamaban por la suerte de los desaparecidos, en un episodio que tendría notable repercusión internacional. 

Durante la guerra de las Malvinas, en 1982, un coronel retirado increpó al escritor en la calle por su oposición a la intervención argentina y le recordó que tenía militares entre sus antepasados: Borges respondió levantando su bastón y amenazándole. Al final de su vida, iniciaba un período de corrección política ya definitivo.

El escritor que soñaba secretamente con que la posteridad le perdonase sus errores y le concediese la gloria de que se lo recordase por sus mejores textos, ostenta su merecido lugar en el cielo de los imprescindibles: lejos de ser un espectro inmóvil, sigue vivo, en el papel. Y ya nada puede destronarlo de su Olimpo. Finalmente, el genio se vuelve infinito. 

 

 

 

 

 

Fina García Marruz: Me comunico mejor con el silencio

Fina García Marruz: Me comunico mejor con el silencio


viernes, 09 de agosto de 2019
5:01:09 p.m.

Es tan proverbial su timidez que rara vez ha dado una entrevista. Cuando aparece en un diálogo para la prensa es porque ha sido testigo de alguno en el que el protagonista ha sido su esposo, Cintio Vitier, «el Presidente de la República de las Letras cubanas», como lo  ha llamado Roberto Fernández Retamar.

Su sigilosa presencia pública no la hace menos conocida. Fina García Marruz es autora de una obra en la que se reconocen algunos «de los poemas de más apasionada belleza que se hayan compuesto en lengua española desde que se asomó el milnovecientos», diría otro grande de su espléndida generación vinculada a la Revista Orígenes, Eliseo Diego.

Madre de dos músicos geniales, Sergio y José María Vitier, a la poesía y a la ensayística de Fina no le ha faltado el reconocimiento internacional ni la lectura apasionada de sus contemporáneos. Difícilmente quien ame nuestra literatura desconozca, por ejemplo, los versos de Visitaciones y los de Créditos de Charlot, o sus juicios martianos, publicados en coautoría o no con Cintio, que los convierte a los dos en genuinos descubridores de nuestro Héroe Nacional. «Apóstoles del Apóstol», diría, otra vez, Retamar.  A sus premios ahora se suma el Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda, que recibirá en junio, en Chile, de manos de la Presidenta Michelle Bachelet.

Blindada con este pretexto para intentar la entrevista tantas veces deseada, llegué la misma tarde del anuncio del Premio al apartamentito del Vedado que comparten los esposos Vitier-García Marruz. No hay paz en los teléfonos y todavía Fina no sale de la sorpresa, mientras Cintio se balancea en su sillón, feliz como un niño. 

El diálogo se prolongó por dos horas y aunque muchas preguntas quedaron en mi agenda, dejé que la entrevista siguiera su propio rumbo, bordeando a veces ámbitos de intimidad, fascinada no solo por lo que decía, sino por cómo lo decía.  Fina recuerda de memoria, sin esfuerzo, versos de Neruda, de Gabriela Mistral, de Vallejo, de Lezama, e imita las voces conocidas. Cuando habla de música, tararea las notas. Es imposible apresar tanto talento solo con palabras. Podrían, si acaso, asomarnos a la otra orilla de la timidez de esta mujer que en abril cumplirá 84 años y que sigue entrando con el alma tremolante, como una lengua de fuego, en toda empresa: un libro, una carta, una conversación, un verso.

 NERUDA

—Fina, se impone hablar de Neruda 

Fina García Marruz: Es un gran poeta, eso no cabe la menor duda. Como todos los jóvenes de mi época, me sabía de memoria los 20 poemas de amor y una canción desesperada. Es un clásico del romanticismo americano, que no era de escuela, sino de esencias. Venía del romaticismo libertario. También leí con gusto Crepusculario y La tentativa de un hombre infinito, pero sobre todo Residencia en la tierra.

 

Tanto Tala, de Gabriela Mistral, como Residencia… son libros focales de la poesía americana. Cuando a Cintio le dieron la Medalla de Honor por el Centenario de Pablo Neruda, terminó su discurso con los versos de Residencia…

Cintio Vitier: Del poema «Entrada en la madera», que cierra con ese verso relampagueante: «y ardamos, y callemos, y campanas.»

—¿Han visitado Chile?

Fina García Marruz: Estuvimos en Santiago y en Valparaíso.

Cintio Vitier: Visitamos la casa de Neruda en Isla Negra, que más que una casa es un castillo. 

Fina García Marruz: Isla Negra es impresionante, con ese mar dando sobre aquellas soledades. No sé cómo se puede vivir contemporáneo con ese mar.  La casa está llena de objetos marinos de toda especie y mascarones de proa bellísimos. Aquella casa parecía en sí misma los restos de algún naufragio.

—Hablando alguna vez por usted y por él, Cintio dijo que «desde La Araucana de Alonso de Ercilla, profunda es nuestra deuda con la cultura chilena». ¿Ratifica esas palabras?

Fina García Marruz: Absolutamente. Leí esa obra en el bachillerato y allí descubrí el valor arauco que admiró a Ercilla, como también sorprendió al cubano Manuel de Zequeira, que hablaba de «esos indios que llevan penachos de plumas», enfrentados a un ejército mucho mejor armado. Ese valor ha persistido en el pueblo chileno, que dio a un líder tan entrañable como Salvador Allende.

 

—¿Usted conoció a Neruda personalmente?

Fina García Marruz: Solo lo vi una vez, y fue aquí, en La Habana, en marzo de 1942. Hizo una lectura preciosa de los sonetos de amor y muerte, de (Francisco de) Quevedo.  

Cintio Vitier: En la Academia de Artes y Letras de Cuba, al amparo del Arco de Belén, centro mágico de La Habana Vieja. Dijo algunas palabras de presentación, pero su homenaje fundamental fue recitar, inolvidablemente, los poemas de Quevedo.

Fina García Marruz: ¿Te acuerdas, Cintio? Recorría la sala de un extremo a otro, recitando de memoria. Recuerdo, como si lo estuviera oyendo: Cerrar podrá mis ojos la postrera/ sombra que me llevare el blanco día… Aspiraba la última sílaba, pero mucho más débilmente que Gabriela Mistral, sin esa voz declamatoria que adquirió después y hemos escuchado por la televisión, recitando el Canto General.

—Perdóneme la pregunta obvia: ¿qué se siente con un premio que lleva el nombre de Pablo Neruda?

Fina García Marruz: Un honor, una sorpresa. Estoy muy agradecida, pero ante un premio, cualquiera que sea, uno piensa siempre en tantos escritores que lo merecían, y no lo recibieron. Martí, «el hombre más puro de nuestra raza» —como lo llamó Gabriela—, no tuvo sobre su pecho más que una medallita escolar que recibió a sus nueve años. Eso obliga a una gran humildad. 

PROFECÍAS MARTIANAS

 —En el argumento del jurado se reconoce su «espiritualidad cristiana, abierta a las preocupaciones sociales del mundo.» ¿Qué es para usted lo más urgente hoy?

Fina García Marruz: Permíteme responder con dos profecías que hizo Martí para Nuestra América. La primera está en la frase «Ya se probó el odio, ahora se prueba el amor». Me extrañó siempre esa frase, porque da por sentado que el amor ya está instalado en el presente. Pero es que el tiempo de su prosa —como en los profetas— es el del presente que será, porque, como tú sabes, el odio se probó y se sigue probando.  No ha quedado atrás. Tengo la impresión de que él alude aquí a su discurso fundacional, que conocemos como «Con todos y para el bien de todos», donde dice que habrá que poner alrededor de la estrella, la fórmula del amor triunfante -con todos y para el bien de todos.  Ese amor triunfante no excluirá absolutamente a ningún país.  El habla de un presente un poco más lejano al tiempo que vivimos hoy en Nuestra América, donde vemos un indudable alborear. El habla para ese momento en que todos puedan vivir pacíficamente. Tiempo que llega.

Sobre este sentido del presente en Martí, Cintio ha recordado esta anécdota, que me parece hermosísima. El padre de Martí, que era un militar escaso de luces, aunque con la «honradez en la médula» —como decía Martí—, temía por su hijo desde niño, como Doña Leonor que le dijo «quien se mete a redentor termina crucificado». Cuando Martí publica La Patria Libre —como sabes, él tenía 16 años—, Mariano también trata de advertirle a su hijo los enormes riesgos que se corría en una cárcel a la que podían llevar hasta niños pequeños. Los dos temían por su vida. Años después, Mariano le increpa: «Pero tú eres solo de ‘presente». Sin quererlo, fíjate qué clase de elogio. 

—¿Cuál es la segunda profecía? 

Fina García Marruz: Tiene que ver con la gran esperanza en el progreso de la Ciencia que caracterizó al Siglo XIX, que la ve solo como fuente del  Progreso y de libertad absoluta. Pero Martí escribe: «Riesgo de la ciencia sin el espíritu», que vio simbolizado en el personaje Wagner del Fausto, de Goethe, lo que estaba ya en el Génesis, en lo del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, situado en el Paraíso frente al Árbol de la Vida.  Libertad no absoluta, sino con ese límite -señalado en el Libro de la Sabiduría salomónica-, que lo había puesto en los cuatro elementos para que no inundaran, arrasaran o hicieran arder la tierra. La idea no era nueva, y estaba ya en el libro de Job y en los griegos.  Pero cuando Martí señala esto, el tema estaba muy lejos de ser preocupación para los ecólogos de su tiempo. Hoy es el tema central del nuestro.

—Estas no parecen ser preocupaciones urgentes del Imperio que domina hoy.

Fina García Marruz: La primera víctima del Imperio fue Cristo, y sus seguidores, a los que con crueldad característica el Imperio echó a los leones en lo que Martí llamó «los primeros cinco siglos puros» de la Iglesia -a los que acaso añadió uno, ya que fue en el Siglo IV que el Emperador Constantino se proclamó cristiano sin serlo. Él puso a la Iglesia al servicio del Imperio, y no al revés. El nada «católico» Rey Fernando -no así la Reina Isabel que sí se preocupó por los indios-, trajo un Cristo «impío», «inquisitorial», y no al de los «brazos abiertos», como diría Martí. Fue una gran traición al verdadero legado de Moisés, a quien, a su llegada a Caracas, Martí dedicaría su gran discurso, desdichadamente perdido.

—Dice Ernesto Sabato que si vamos a juzgar a la humanidad por lo que ha hecho hasta hoy, tendríamos que admitir que ella ha dado más pruebas de locura que de cordura. ¿Lo cree usted?

Fina García Marruz: No hay nada más parecido al Apocalipsis que los titulares de la prensa de hoy: inundaciones nunca vistas, terremotos, guerras, la miseria apoderada de medio planeta; los cuatro Jinetes, en fin… Pero no te olvides de que el Apocalipsis termina bien. Cristo dijo: «cuando vean que suceden estas cosas, sepan que el reino de Dios está cerca.» Reino que habría de empezar en la tierra, no extraña a ella, ya que enseñó el «Venga a nosotros tu Reino». Ya en nuestra América empiezan a surgir fuerzas que están tratando de encontrar una solución a la ambición imperial, y aun en los propios Estados Unidos -antes de que se acabe el mundo. La catástrofe ecológica alcanzaría por igual a todos.

GABRIELA

—Hablemos de Gabriela Mistral. ¿Cuándo la conoció?

Fina García Marruz: Ella vino en 1934, cuando yo solo tenía once años, pero cuando regresó a Cuba, en 1938, le llevé al entonces Hotel Vedado -donde residieron Juan Ramón Jiménez y su esposa Zenobia por tres años- mi ejemplar de Tala, como le llevaban otros. La Editorial Sur acababa de publicarle su libro Tala. Ella me lo dedicó bondadosamente.

—Usted tenía entonces solo 15 años 

Fina García Marruz: Era una adolescente que hacía mis primeros versos y ella se comportaba como la generosa maestra que era para todos. Con sus letras anchas, abiertas, fluidas, que se tomaban casi entera la página, me escribió: «Para Fina García Marruz, compañera en el amor de nuestra madre la poesía. Gabriela Mistral.»

Cintio Vitier: ¡Qué linda dedicatoria!

Fina García Marruz: Esa tarde también estaban allí el poeta Emilio Ballagas, un grupo de damas del Lyceum de La Habana y otros poetas mayores que ya conocía. Tú no estabas, Cintio. Aunque Cintio y yo  nos habíamos visto en la Hispano-Cubana de Cultura, en el 36,  cuando Fernando Ortiz invitó a Juan Ramón y otros exiliados de la Guerra Civil española, nos tratamos realmente —también a Eliseo— en nuestra entrada en la Universidad, en 1940.

En aquella ocasión en que conocí a Gabriela, desde donde yo estaba sentada, en una sillita un poco retirada, no podía oírla del todo bien, pero sí lo suficiente para que me sorprendiera su voz lenta, aindiada…

—Que algunos dijeron que era monótona 

Fina García Marruz: Yo no lo creo. Tenía, si acaso, la monotonía del paisaje andino. Yo tengo muy mala memoria visual, pero muy buena memoria auditiva. Y recuerdo cómo ella leía su propia poesía. Me parece que tengo todavía en el oído su peculiar cadencia, como aspirando, hacia adentro, la última sílaba: Tengo -la -di-cha fi-el/ y la di-cha  per-di- da.  Son muy frecuentes esos cambios acentuales de la poesía popular anónima española y en la latinoamericana, como cuando dice (Rubén) Darío a Francisca Sánchez: acompaña-mé, volviendo aguda la entonación llana. O (César) Vallejo: cuando habráse quebrado el propio hogar…

—¿Qué fue lo que más le impresionó del  primer encuentro con Gabriela?

Fina García Marruz: Su físico. Era una mujer que parecía una montaña, no solo por lo grande y recia, sino por esa sensación que daba de pureza elemental. Tenía la risa niña, una risa que me recordaba lo blanco de la sal, o cuando rompe el agua entre peñascos oscuros.

—Gabriela regresó en 1953 a La Habana, para asistir a la conmemoración del Centenario de Martí. ¿La vio entonces?

Fina García Marruz: Yo no asistí, desgraciadamente, a la conferencia que ella dio. Aunque mi nombre aparece en una larga lista de personas que colaboraron en esa celebración, nosotros no recibimos invitación alguna, ni tuvimos nada que ver con esas fiestas que se celebraron. La  fecha, por supuesto, no podía dejarse pasar, en una República que estuvo lejos de la que quiso Martí. En el primer ensayo que escribí, dedicado a él y publicado en 1952, me referí precisamente a la «tristeza del homenaje oficial». Fue Fidel quien dio a la Generación del Centenario su verdadero sentido.

Cintio Vitier: Aunque estaba Batista en el poder, el Centenario había que celebrarlo y hubo aportes importantes, como el estudio de Fernando Ortiz y el de Anderson Imbert, quien prácticamente descubrió la novela de Martí Amistad funesta. Aún en medio de la política andando y ardiendo.

Fina García Marruz: Desde luego que los que fueron invitados a hablar hicieron bien en saltar por encima de la situación política del país y rendirle —a él solo— una recordación y homenajes tan necesarios en aquel momento.

—En esa época Gabriela colaboró con Orígenes.

Fina García Marruz: Cintio y yo la vimos en casa de Dulce María Loynaz, donde ella residía. Le pedimos una colaboración para la Revista y ella, con una gran sencillez, nos dijo: «espérense», y fue un momento a su cuarto y regresó con varios manuscritos. Elegimos el poema que figura, en lugar principal, en el número que Orígenes dedicó al Centenario de Martí.  Número, por cierto, en el que (José) Lezama publica sus comentadísimas palabras que avizoraban las «cúpulas de los nuevos actos nacientes», que como ha dicho Cintio, en esa época nadie podía imaginar cuáles eran esos nuevos actos nacientes que se gestaban. Fue profético.

Cintio Vitier: Ella vino con una bandeja cubierta con un montón de poemas y dijo: «escojan el que quieran».

Fina García Marruz: Otra vez más la vimos, creo que en el Ateneo, donde Dulce María leyó los versos de Gabriela. No recuerdo si fue en esa ocasión, o en otra posterior, que pude oírle a ella misma leer fragmentos de su bellísimo poema inédito dedicado a la geografía de Chile. ¿Qué pasó con este poema que nunca se ha publicado completo? ¿Qué pasó con las notas que dejó para una biografía de Martí, que ni siquiera la entrega del Nobel hizo posible que se rescatara? Son preguntas que nos hemos estado haciendo todos estos años.

—¿Por qué este homenaje tan sentido a Gabriela en el momento en que usted recibe el Premio Pablo Neruda?

Fina García Marruz: Por causas obvias, estuvimos muy cerca de la poesía de Gabriela. Y de algún modo ella es Chile para nosotros.

Cintio Vitier: Es que a ella también le debemos el mejor ensayo que se ha hecho a los Versos sencillos, de Martí.

Fina García Marruz: Y también, Cintio, su texto «La lengua de Martí». Son dos clásicos de la estimativa martiana. En el estudio que estoy preparando sobre Gabriela, me detengo bastante en su lenguaje. Ella tiene lo que Juan Ramón llamaba «acento», pero esto tiene que ver más con la escritura. En ella se aprecia el «tono», que en el lenguaje americano se expresa como «deje», que es lo que quedó de la Conquista en la lengua indígena. Es decir, el traspaso al habla del signo escrito. Está en el «parla y parla» de la «tarde cocinera» de Vallejo y en la Gabriela de «El ruego» por su novio suicida, por el que reza a Dios familiarmente «parlándote un crepúsculo entero». Gabriela tomó muchas de sus palabras del vocabulario hogareño. Ella dice, cuando llevan a la tierra «humilde y soleada» al que perdió para siempre, «luego iré espolvoreando tierra y polvo de rosas», con el gesto del que esparce canela sobre el dulce hogareño. Ella es, a mi juicio, nuestra Teresa americana, recia como la de Ávila. Es extraordinaria como poeta.

SER POETISA NO ES UNA DEBILIDAD

—¿Poeta o poetisa?

Fina García Marruz: Hay algunas escritoras a las que no les gusta la palabra «poetisa», porque piensan que es más débil que poeta, que afortunadamente termina en «a».  Yo creo que son dos cosas completamente distintas. La poetisa a la que se le pudiera llamar «poeta» es alguien que crea un idioma y Gabriela creó uno. Sor Juana Inés de la Cruz, por la que siento una admiración enorme, con toda la riqueza de su sensibilidad y estilo, es más bien una poetisa, lo cual no es una debilidad. Sor Juana no es débil en lo absoluto. Un poema es un poema, no tiene adjetivos: tan grande es un poema suyo, como el de Gabriela. Lo que quiero distinguir es que como indica la palabra poiesis, la poesía como creación, es algo muy diferente. James Joyce es un creador de idioma, lo que no son otros excelentes novelistas. Eliseo Diego decía, con toda razón, que había que sacar a Gabriela de la Historia de la Literatura para incorporarla a la Historia de la Lengua.

—¿Usted se siente poeta o poetisa?

Fina García Marruz: Soy más bien una poetisa, si nos atenemos a este análisis.

LA MÚSICA

—Una vez le pregunté a Cintio cuál era su mayor orgullo, y me dijo, sin pensarlo: «mis hijos músicos.» Doy por descontado que la madre de las criaturas va a decir lo mismo, pero me gustaría que explicara por qué.

Fina García Marruz: Tengo que decir lo mismo.

Cintio Vitier: Me estas plagiando (ríe)

Fina García Marruz: Sí, tengo que plagiarte. Tú sabes que nosotros somos de un pájaro las dos alas. Lo que él siente, es exactamente lo que siento yo.

  

Cintio Vitier: En mi caso hay una razón: yo quise ser músico y no lo fui, y mis hijos lo han cumplido.

Fina García Marruz: La música quizás fue en nosotros la primera poesía. Mi madre y mis hermanos, mi casa toda —como ha contado Cintio— era «musical». Estaban todos los géneros representados: Cintio, violinista; mamá (Josefina Badía) lo acompañaba al piano con un amplio repertorio clásico; mi hermano, Felipe Dulzaides, fue uno de los que introdujeron en Cuba el jazz latino; mi hermano Sergio, que era médico, tenía una voz preciosa.

Con 15 años, mi madre fue Premio del Conservatorio Orbón, de La Habana, en un certamen al que llegaban muchachas de toda la Isla que habían estudiado con maestros particulares. Era tan niña cuando empezó que el maestro tenía que cargarla, pues no llegaba a los pedales. Decía que en Cárdenas no había otra que hacer que tocar el piano, año tras año, sin llamarlos primero ni octavo. Así cuando llegó al último año, fue examinarse la guajirita de Cárdenas, con trencitas y vestidita de blanco, al Conservatorio de Benjamín Orbón —el padre de Julián, que como se sabe perteneció a Orígenes—, las habaneras le preguntaban: «¿Y tú no estás nerviosa? ¿Tú sabes qué va de Chopin?». Y ella: «¿Yo? No. Mi maestro me lo hizo aprender todo.» Y ganó el Premio, que era ofrecer un concierto por la noche con Benjamín, en la fiesta de graduación. Mi hermana Bella conserva el suelto del periódico con el comentario que él hizo de nuestra madre: «Puede llegar a ser una concertista.» 

Esa fue su formación, al igual que Cintio, que estudió por años y años el violín. De hecho, me ha dicho, que él tenía más ambiciones como músico, que como escritor.

Cintio Vitier: Pero ahí está, difunto, mi violín (se ríe).

Fina García Marruz: Un violín, que yo creo que es alemán, con una sonoridad muy buena. A mamá le gustaba tocar con «su yerno violinista». ¿Te acuerdas?

Cintio Vitier: Ella tocaba perfectamente a primera vista.

—¿Estudió usted algún instrumento?

Fina García Marruz: No, por razones largas de explicar. Pero lo que más amo sobre la tierra es la música, igual que Cintio. Para mí es más fuerte, casi, que la poesía. La música es mi madre, mis hermanos, mis hijos, mi familia.

—¿Y su padre?

Fina García Marruz: Era médico y mi hermano no se dedicó a la música, porque mi padre lo influyó en su pasión por la medicina. Y como a él no lo conocían como el Doctor García, sino como el Doctor Marruz, él decía: «Yo quiero que mi hijo sea partero como yo», y fue al juzgado a cambiarle su apellido por «García-Marruz», cuando el niño llevaba poco de nacido. Pero mamá le dio el amor por la música. Y él no solo se sabía las óperas que todos se saben, sino otras, raras. A casa iba el barítono Hugo Marcos, a quien le gustaba cantar con mi hermano, que tenía una voz linda. No tenía tanta extensión, como un timbre muy bonito. De modo que mi hermano Sergio aportó el gusto por la música italiana; Felipe, la música norteamericana, y mamá, el repertorio clásico, las danzas cubanas, la zarzuela española y Manuel de Falla, de quien nos enseño las siete canciones. Hasta Cintio cantaba en el coro de la casa…

Cintio Vitier: Sí, y hasta Eliseo, que en el coro de las sombrillas baritoneaba: «¡Yo soy un caballero español!»

Fina García Marruz: Y a eso se sumaría que  Alfredo Hernández, el esposo de mamá —ella se casó tres veces— era el mejor trompeta de Cuba, al extremo de que cuando fueron a filmar El Manisero, en Hollywood, lo mandaron a buscar a él. Alfredo nació en Remedios. Sus hermanos eran músicos y tocaban todos los instrumentos. Mamá tocaba más bien las danzas de Saumell y la canción romántica cubana. Cuando venían a La Habana escuchábamos entonces lo que nos faltaba en casa: el danzón y el son.

Cintio Vitier: Ellos eran de Remedios, como Alejandro García Caturla…

Fina García Marruz: Donde casi todos fueron discípulos de un cura que enseñaba solfeo cantado, pero sobre todo rezado, que es ya más difícil. Aprendían a leer una partitura solo con las notas, tomando las distancias, que es muy complicado. Esta es una de las razones que me alejó a mí de la música. Tenía buen oído y en el primer año de solfeo me aprendí de memoria las notas, pero el problema era el de cantar sin ellas, el solfeo mudo. Y además mi hermana y yo tuvimos un maestro que no nos gustaba para nada.

—¿Se distanció de la música?

Fina García Marruz: Por esa dificultad y porque yo me abstraigo. A mí me cuesta mucho trabajo atender dos cosas a la vez y para tocar ese instrumento se requiere independencia de las manos y leer a la vez la clave de sol y la de fa. 

Eso no lo hace ni el violinista, ni el saxofonista. Solo el pianista. Y mamá nos enseñaba mucha música, pero a ella no le gustaba dar clases, sino repertorio. Además de todo eso, tuve desde niña gran afición a la lectura. Me era más apasionante que jugar, y eso también me alejó de la música.

Cintio Vitier: Fina, el orgullo por nuestra familia «musical» se extiende también al amigo genial que los dos tuvimos.

Fina García Marruz: Sí, nuestro entrañable Julián Orbón, que como dice Cintio «es el único genio que había conocido».

Cintio Vitier: No solo como músico, sino como persona.

Fina García Marruz: Lezama mortificaba a veces a Julián y decía: «Cintio siempre dice que es músico, pero nadie le ha oído tocar nunca el violín.»

Cintio Vitier: Es verdad que no toqué nunca delante de él ni tampoco delante de Julián, por lo que este me dijo: «Cintio, trae el violín un día.»

Fina García Marruz: Una noche fuimos al «Palacio Orbón» -como la llamaba Lezama, con sus hipérboles-, la casa de Julián medio deshabitada. Cintio tenía una característica: nunca tocaba el violín, pero cuando lo sacaba no lo soltaba.

Cintio Vitier: Julián me hizo el honor de darme, para que yo lo tocara, el único cuarteto que él escribió, cubanísimo… 

Fina García Marruz: Después de aquella experiencia Julián le dijo a Lezama: «Cintio domina el violín… Puede tocar como primer violín en la Sinfónica.»

Cintio Vitier: La música para nosotros es un alimento.

Fina García Marruz: A veces siento una pequeña depresión y cuando busco el por qué me doy cuenta de que hace algún tiempo que no escucho música. Sin música me siento mal.

EL SILENCIO

—Hablemos de su poesía, que ha recibido las mejores críticas que podría esperar un autor.

Fina García Marruz: He tenido suerte, porque nunca necesité llevarle a nadie mis poemas. Tenía en la casa a Cintio y a Eliseo, y como amigos a José Lezama Lima.

—Si me deja elegir una frase de los críticos que han escrito sobre su poesía, quisiera recordarle las palabras de Cintio, en la antología Diez poetas cubanos (1948): «Fina hace de sus poemas verdaderos movimientos del alma.»

 

¿De qué, silencio, eres tú silencio?", una cuidada antología de la obra de la autora, que incluye poemas inéditos y la reproducción de algunos manuscritos. 

Fina García Marruz: El elogio viene de muy cerca.

—A la opinión de Cintio podríamos añadir la de María Zambrano: Fina testifica de modo más nítido la actitud de la poesía en su función de salvar el alma. 

Cintio Vitier: Eso aparece en un artículo de María, bellísimo: «La Cuba secreta».

Fina García Marruz: En cambio, los críticos más importantes de la época no entendieron el lenguaje nuevo de los extraordinarios Sonetos de la muerte de Gabriela, que la darían a conocer en el mundo de las letras.  

—Sé que Gabriela le escribió una dedicatoria muy especial, que usted comenta en un poema.

Fina García Marruz: A las jóvenes que iban a verla, ella les dedicaba algunos estímulos en tarjetones que ocupaban toda una página. En el que me dedicó, lo que me impresionó fue solo esto: «Escriba solo por urgencia del alma.» Es lo que recuerdo en el poema que le habría de dedicar, tanto tiempo después.

A Juan Ramón Jiménez —que había pedido que los jóvenes le llevaran sus versos— sí le mostré algunos poemas, cosa que me avergüenza. Cuando se los entregué, yo no había leído nada de él todavía. Cintio sí lo había leído un año entero antes de que llegase y por tanto, tuvo la posibilidad de un aprendizaje directo de su obra.  Pero yo solo había leído poesía en los libros del colegio y en textos de poca calidad. Aunque conocía a Bécquer —tengo todas sus Rimas copiadas por mamá—, según costumbre de los jóvenes de la época, yo no sabía qué era realmente la poesía. Y se puede leer la poesía buena como si fuera mala y no descubrir qué es lo esencial en un poema; lo «herédico» —como decía Martí—. Yo no sabía qué era lo becqueriano. No hay que aprender el griego, decía él, sino saber qué es lo griego.

—En Hablar de poesía usted niega que exista una «poética».

Fina García Marruz: Digo que no se debiera tener «una» poética. En la poética personal debieran entrar todas las otras poéticas posibles. Juan Ramón nos enseñó a buscar: no una poética en general, sino la característica principal de cada poética.

Cintio Vitier: Lezama decía: «Juan Ramón no nos enseñó su poesía, sino la poesía.»

Fina García Marruz: Exactamente eso fue lo que nos enseño.

—Fina, ¿qué le falta por escribir?

Fina García Marruz: Desearía terminar algunos trabajos que tengo inconclusos, por ejemplo, uno acerca de José Asunción Silva, poeta que me interesa mucho. También, el de Gabriela. Cintio y yo tenemos dos tomos aún inéditos de Temas Martianos y yo otro sobre las ideas educacionales de Martí. Cintio llama la «Cueva de Montesinos» al lugar en que guardo esos  trabajos.

Nunca me apuré por publicar. En el tiempito que nos queda, me gustaría tener alguna paz para terminar al menos algo que no he dicho ni en la poesía, ni en el ensayo: sobre las relaciones de la Religión y la Revolución, que forma parte de un trabajo que me pidiera el Padre Espeja para su coloquio sobre ateos y creyentes, que se dio en el aula Bartolomé de las Casas, de San Juan de Letrán, bajo el título «El rumor del alma cubana, y que no pude terminar de leer por el apagón más grande que ha conocido el Vedado.

—¿Sigue escribiendo poesía?

Fina García Marruz: Muy poca, aunque no he dejado de escribirla del todo, pero no la busco: la espero cuando viene, aunque es bien huidiza.

—¿A qué se debe esa resistencia suya, desde muy jovencita, a publicar sus obras?

Fina García Marruz: Siempre me costó mucho trabajo decidirme. Si te fijas, suelen pasar 20 años desde que he terminado un libro a la fecha en que se publica. Pero ahora «antes de morirme quiero» decir algunas cosas. Solo algunas, veremos si el tiempo me lo permite.

—¿Por qué le cuesta tanto trabajo dar entrevistas y hablar de sí misma?

Fina García Marruz: Me siento en esos casos como una violinista a la que le piden un concierto de flauta.  Yo me comunico mejor con el silencio, sin el que no se podrían dar la poesía, la música, ni el encuentro con uno mismo.

(Fuente: Cubadebate/Rosa Miriam Elizalde*/19 marzo 2007)  

*Periodista cubana. Doctora en Ciencias de la Comunicación y autora o coautora de los libros «Antes de que se me olvide», «Jineteros en La Habana», «Clic Internet» y «Chávez Nuestro», entre otros. Ha recibido en varias ocasiones el Premio Nacional de Periodismo «Juan Gualberto Gómez». Fundadora de Cubadebate y su Editora jefa hasta enero 2017. En twitter: @elizalderosa

 

 

Whitman: el lado oscuro del poeta farsante más aclamado


viernes, 31 de mayo de 2019
5:17:51 a.m. 

Whitman, "un pequeño dios que actúa de Poeta, un gran poeta que actúa de Dios", tuvo una vida de altibajos que se narran en su nueva biografía.

Es probable que Walt Whitman sea el poeta más importante y que mejor representa la imagen de Estados Unidos. Su poema más famoso, ¡Oh, Capitán, mi Capitán! —mundialmente conocido por la excelente actuación de Robin Williams subido en un pupitre escolar en El club de los poetas muertos— es una dedicatoria a su querido Abraham Lincoln una vez asesinado: "Mi Capitán no contesta, están sus labios pálidos e inertes". 

Este mes de mayo se cumplen 200 años del nacimiento de Walt Whitman y el escritor y crítico literario Toni Montesinos publica de la mano de la editorial Ariel El dios más poderoso, un exhaustivo análisis sobre la vida del poeta y las facetas más desconocidas de su marcada personalidad. Entre todas ellas, Montesinos comienza destacando lo que él denominará el precursor del "autobombo".

La obra que más caracteriza a Whitman fue Hojas de hierba, un poemario que contrastaba por su exaltación a lo material frente a la poesía idealista y simbolista de la época. Fue un hombre perfeccionista que a menudo pecó de inseguro, lo cual le llevó a corregir continuamente sus poemas ya publicados. "El autor había depositado demasiada fe en sus Hojas para que no constituyera un verdadero punto de inflexión en la literatura norteamericana", escribe Montesinos. Asimismo, el académico y crítico literario Jerome Loving publicó en la biografía sobre Walt Whitman que "¿quién entendía los méritos y deméritos de Hojas de hierba mejor que su autor?", haciendo alusión a si eran lícitos o no sus estrategias publicitarias. 


Utilizó su cargo de periodista y sus contactos para dar voz de forma anónima —o firmando con otros nombres— a su propia obra y su figura como intelectual. "Todos los poetas americanos establecidos ignoran laboriosamente a Whitman", llegó a escribir sobre sí mismo y sin firmar con su nombre en 1876. También se escudó en el anonimato para escribir cómo Whitman fue el único escritor que acudió al entierro de Edgar Allan Poe. 

La difícil consolidación del poeta venía de lejos. Había nacido en una familia humilde y cambió de trabajo y vivienda numerosas veces. Una vez iniciada la Guerra de Secesión Whitman intentó vender el poema Mil ochocientos sesenta y uno por 20 dólares al medio cultural Atlantic Monthly, fundado por el filósofo Ralph Waldo Emerson, pero fue rechazado.

El poeta neoyorquino siempre se consideró admirador de Abraham Lincoln, tanto que incluso le llevó a mentir sobre el día en el que fue asesinado. Tal y como menciona el libro, mintió "sobre el hecho de que lo conocía personalmente y que estuvo en el teatro donde lo asesinaron". Lo más probable es que el presidente de los Estados Unidos apenas supiera de la existencia de Whitman.

Fiel seguidor de la pseudociencia

El interés por la ciencia por parte del poeta estadounidense llegó en su edad adulta, cuando comenzó a interesarse por las teorías de los frenólogos. La frenología es una teoría médica del siglo XIX según la cual la personalidad, instintos y demás características de un individuo pueden ser analizados según la forma del cráneo.

 

A Whitman le interesaban los cerebros y los cráneos: "Pensaba que podían revelarlo todo acerca de un hombre". De esta manera, tras su fallecimiento en en 1892, su cerebro fue enviado a la Sociedad Antropométrica Americana para que fuera pesado y medido. Fue allí donde a uno de los trabajadores del laboratorio se le resbaló el cerebro. "Se desparramó por todas partes y ahí terminó la historia. El cerebro del poeta más grande de América fue barrido y arrojado a la basura". 

No cabe duda que, pese a su trágico final y las artimañas que llevó a cabo para promocionar su propia vida, buscó contar la historia desde una perspectiva de lo más natural. "Whitman intentó atraer a cualquier ser humano diciéndole que todo cuanto hiciera o pensara era importante, que lo que era válido para un hombre norteamericano, lo era también para el resto del mundo".

“Canto a mí mismo” de Walt Whitman
(Traducción de Jorge Luis Borges)
 
Yo me celebro y yo me canto,
Y todo cuanto es mío también es tuyo,
Porque no hay un átomo de mi cuerpo que no te pertenezca.
 
Indolente y ocioso convido a mi alma,
Me dejo estar y miro un tallo de hierba de verano.
 
Mi lengua, cada átomo de mi sangre, hechos con esta tierra, con este aire,
Nacido aquí, de padres cuyos padres nacieron aquí, lo mismo que sus padres,
Yo ahora, a los treinta y siete años de mi edad y con salud perfecta, comienzo,
Y espero no cesar hasta mi muerte.
 
Me aparto de las escuelas y de las sectas, las dejo atrás;
me sirvieron, no las olvido;
Soy puerto para el bien y para el mal, hablo sin cuidarme de riesgos,
Naturaleza sin freno con elemental energía.
 
Creo en ti, mi alma, el otro que soy no se rebajará ante ti,
Y tú no te rebajarás ante él.
 
Tiéndete en el pasto conmigo, desembaraza tu garganta,
No son palabras, ni música, ni versos lo que preciso, ni hábitos, ni
discursos ni aun los mejores,
Sólo quiero el arrullo, el susurro de tu voz suave.
 
Recuerdo cómo nos acostamos una mañana transparente de estío,
Cómo apoyaste la cabeza sobre mis caderas y la volviste a mí dulcemente,
Y abriste mi camisa sobre el pecho y hundiste tu lengua hasta tocar mi corazón desnudo,
Y te estiraste hasta tocarme la barba, y luego hasta tocarme los pies.
 
Velozmente se irguieron y me rodearon el conocimiento y la paz que
trascienden todas las discusiones de la tierra,
Y desde entonces sé que la mano de Dios ha sido prometida a la mía,
Y sé que el espíritu de Dios es hermano del mío,
Y que todos los hombres que han nacido son mis hermanos, y las
mujeres mis hermanas y mis amantes,
Y que el sostén de la creación es el amor,
Y que son innumerables las hojas rígidas o que se curvan en los campos,
Y las negras hormigas en las grietas bajo las hojas,
 
Y las mohosas costras del seto, las piedras hacinadas, el saúco, la
candelaria y la cizaña.
 
Soy el poeta del Cuerpo y soy el poeta del Alma,
Los goces del cielo están conmigo y los tormentos del infierno están conmigo,
Los primeros los injerto y los multiplico en mi ser, los últimos los
traduzco a un nuevo idioma.
 
Soy el poeta de la mujer no menos que el poeta del hombre,
Y digo que es tan grande ser mujer como ser hombre,
Y digo que nada es mayor que ser la madre de los hombres.
Entono el canto de la exaltación o de la soberbia,
Ya estamos hartos de plegarias y de zalanderías,
Muestro que el tamaño no es más que crecimiento.
¿Has dejado atrás a los otros? ¿Eres el presidente?
Es una bagatela, cada uno de los otros te alcanzará y seguirá adelante.
Soy el que camina con la tierra y creciente noche,
Llamo a la tierra y al mar que abraza la noche.
Abrázame, noche de senos desnudos, abrázame, noche magnética y fecunda,
Noche de los vientos del sur, noche de las estrellas grandes y escasas,
Noche serena que me llama, loca y desnuda noche de estío.
 
Sonríe, tierra voluptuosa de fresco aliento,
Tierra de los árboles dormidos y húmedos,
Tierra del sol que ya se ha ido, tierra de las montañas de cumbre nebulosa,
Tierra del cristalino fluir de la luna llena, apenas tocada de azul,
Tierra del brillo y de la sombra manchando la corriente del río,
Tierra del gris límpido de las nubes que resplandecen y se aclaran
para que yo no las vea,
Tierra yacente y extendida, rica tierra de azahares
Sonríe, porque llega tu amante.
 
Pródiga me has dado tu amor, te doy pues mi amor,
Mi apasionado amor indecible.
 
Walt Whitman, un cosmos, de Manhattan el hijo,
Turbulento, carnal, sensual, comiendo, bebiendo, engendrando,
Ni sentimental, ni sintiéndome superior a otros hombres y mujeres,
ni alejado de ellos,
No menos modesto que inmodesto.
 
¡Arrancad los cerrojos de las puertas!
¡Arrancad las puertas de los goznes!
 
El que degrada a otro me degrada,
Y todo lo que se dice o se hace vuelve a mí al fin.
A través de mí surge y surge la voluntad creadora, a través de mí, el
torrente y el índice.
Digo el primordial santo y seña, hago el signo de la democracia,
¡Por Dios! No aceptaré nada que no sea ofrecido a los demás
en iguales condiciones.
 
Muchas voces largo tiempo calladas brotan de mí,
Voces de las interminables generaciones de prisioneros y de esclavos,
 
Voces de los enfermos y de los inconsolables, de los ladrones y de los enanos,
Voces de ciclos de preparación y de crecimiento,
De los hilos que unen a las estrellas, y de los vientres, y de la
simiente paterna,
Y del derecho de aquellos a quienes oprimen los otros,
De los deformes, triviales, simples, tontos y despreciados,
De neblina en el aire, de escarabajos arrastrando bolas de estiércol.
Brotan de mí voces prohibidas,
Voces del sexo y del apetito, voces veladas y yo aparto el velo,
Voces indecentes clarificadas y transfiguradas por mí.
Yo me cubro la boca con la mano,
Me conservo tan puro en las entrañas como en la cabeza y en el corazón,
La cópula no es para mí más vergonzosa que la muerte.
 
Creo en la carne y en los apetitos,
Ver, oír, tocar, son milagros, y cada parte de mí es un milagro.
 
Divino soy por dentro y por fuera, y santifico todo lo que toco y me toca,
El aroma de estas axilas es más fino que las plegarias,
Esta cabeza es más que las iglesias, las biblias y todos los credos.
 
Si algo hay que yo venero más que las otras cosas, ese algo es la
extensión de mi cuerpo y cada una de sus partes,
Traslúcida arcilla de mi cuerpo, ¡tú lo serás!
Sombreados bordes y bases, ¡vosotros lo seréis!
Firme reja viril, ¡tú lo serás!
Tú, mi rica sangre, tú líquido lechoso, pálido extracto de mi vida.
Pecho que oprimes otros pechos, ¡tú lo serás!
¡Cerebro serán tus circunvoluciones ocultas!
Raíz lavada del junco oloroso, becada medrosa, nido recatado de los
huevos gemelos, ¡vosotros lo seréis!
Heno mezclado y revuelto de la cabeza, barba, cejas, ¡vosotros lo seréis!
Savia que goteas del arce, fibra del noble trigo, ¡vosotros lo seréis!
Sol generoso, ¡tú lo serás!
Nubes que ilumináis y oscurecéis mi rostro, ¡vosotros lo seréis!
Sudorosos arroyos y rocíos, ¡vosotros lo seréis!
Vientos que me rozáis, frotando contra mí vuestros genitales,
¡vosotros lo seréis!
Amplios campos musculares, ramas de encina, amoroso holgazán de
mi sendero tortuoso ¡vosotros lo seréis!
Manos que he tomado, rostros que he besado, mortal a quien toqué
alguna vez, ¡vosotros lo seréis!
 
Estoy enamorado de mí, hay tantas cosas en mí que son tan deliciosas,
Cada momento y todo lo que ocurre me llena de alegría,
No sé cómo se doblan mis tobillos, ni la causa del más leve de mis deseos,
Ni de la amistad que suscito, ni de las amistades que me devuelven.
 
Al subir por las escaleras me detengo a reflexionar si no estoy soñando,
La madreselva en la ventana me satisface más que la metafísica de los libros.
 
¡Contemplar el amanecer!
La escasa luz que va borrando las sombras inmensas y diáfanas,
El sabor del aire es grato a mi paladar.
 
Retoños del cambiante mundo ascienden silenciosos en un juego
inocente, fresco sudor,
Oblicuamente errando por todos lados.
 
Algo invisible está proyectando libidinosos dardos,
Torrentes de brillante zumo inundan el cielo.
 
La tierra por el cielo invadida, la cotidiana consumación de su boda,
El desafío del oriente sobre mi cabeza,
La burla mordaz: ¡Ya veremos quién es el amo!
 
Creo que una hoja de hierba no es menos que el camino recorrido por las estrellas,
Y que la hormiga es perfecta, y que también lo son el grano de
arena y el huevo del zorzal,
Y que la rana es una obra maestra, digna de las más altas,
Y que la zarzamora podría adornar los salones del cielo,
Y que la menor articulación de mi mano puede humillar a todas las máquinas,
Y que la vaca paciendo con la cabeza baja supera a todas las estatuas,
Y que un ratón es un milagro capaz de confundir a millones de incrédulos.
 
Siento que en mi ser se incorporan el gneis, el carbón, el musgo de
largos filamentos, las frutas, los granos, las raíces comestibles,
Y que estoy hecho de cuadrúpedos y de pájaros,
Y que puedo recuperar cuanto he dejado atrás,
Pero que puedo hacerlo volver cuando se me antoje.
 
En vano la timidez o la prisa,
En vano las rocas incandescentes arrojan sobre mí su antiguo calor,
En vano el mastodonte se oculta detrás del polvo de sus huesos,
En vano los objetos se alejan leguas y leguas y toman muchas formas,
En vano el mar se oculta en las cavernas donde tienen su guarida los monstruos,
En vano el buitre tiene por morada el cielo,
En vano la serpiente se desliza entre las lianas y los troncos,
En vano el alce busca las honduras recónditas de la selva,
En vano el cuervo marino tiende el vuelo hacia el norte,
hacia el Labrador,
Lo sigo velozmente, trepo al nido que está en la grieta del peñasco.
¿Quién es este salvaje amistoso y gárrulo?
¿Espera la civilización, o la ha dejado atrás y la ha dominado?
¿Es un hombre del sudoeste y ha sido criado a la intemperie? ¿Es un canadiense?
¿Viene de las tierras del Mississippi, de Iowa, de Oregon, de California?
¿De la montaña, de las praderas, de los bosques, o un marino del mar?
Dondequiera que vaya, los hombres y las mujeres lo desean y lo aceptan,
Quieren que los quiera, que los toque, que les hable, que se quede con ellos.
 
Obra sin ley, como los copos de nieve, sus palabras son simples
como la hierba, el pelo despeinado, risas e ingenuidad.
Lento el andar, comunes las facciones, emanando sencillez y modestia,
Brotan de un modo nuevo desde las puntas de los dedos,
Flotan en el aire con el olor de su cuerpo o de su aliento, salen de
la mirada de sus ojos.
 
Me ha tocado en suerte, lo sé, lo mejor del tiempo y del espacio;
nunca he sido medido y no seré medido jamás.
 
El viaje que emprendo es eterno (¡que todos me oigan!).
Mis signos son un capote contra la lluvia, fuertes zapatos y un
bastón cortado en el bosque,
En mi silla no sestean los amigos,
No tengo cátedra ni iglesia ni filosofía,
No llevo a ningún hombre a una mesa puesta, a la biblioteca, a la bolsa,
Pero a cada uno de vosotros, hombre o mujer, lo llevo a una cumbre,
Mi brazo izquierdo ciñe tu cintura,
Mi derecha señala los continentes y el gran camino.
 
Ni yo ni ningún otro puede andar por ti ese camino,
Eres tú quien debe andarlo.
 
No queda lejos, está a tu alcance,
Quizá estabas en él desde que naciste y no lo has sabido,
Quizá esté en todas partes, en mar y en tierra.
 
Échate tus prendas al hombro, hijo mío, y yo traeré las mías y apresurémonos;
Ciudades prodigiosas y naciones libres nos saldrán al paso.
 
Si te cansas, dame las dos cargas y apoya tu mano en mi cadera,
Y a su debido tiempo me devolverás el mismo servicio,
Porque ya emprendida la marcha nunca descansaremos.
 
Esta mañana, antes del alba, subí a una colina para mirar el cielo poblado,
Y le dije a mi alma: cuando abarquemos esos mundos, y el
conocimiento y el goce que encierran, ¿estaremos al fin hartos y satisfechos?
Y mi alma dijo: No, una vez alcanzados esos mundos proseguiremos el camino.
Tú también me interrogas y yo te escucho,
Contesto que no puedo contestar, tú mismo debes encontrar la respuesta.
Siéntate un momento, hijo mío,
Aquí tienes pan para comer y leche para que bebas,
Pero después de haber dormido y haber cambiado de ropa te beso
con el beso del adiós y te abro la puerta para que salgas.
 
Demasiado tiempo has perdido en sueños deleznables,
Ahora te quito la venda de los ojos,
Debes acostumbrarte al brillo de la luz y de cada momento de tu vida.
Demasiado tiempo has vadeado, asido a una tabla en la orilla,
Ahora quiero que seas un nadador, que te arrojes al mar, que
reaparezcas, que me hagas una seña, que grites y que agites el
agua con tus cabellos.
 
Dije que el alma no es más que el cuerpo,
Y dije que el cuerpo no es más que el alma,
Y que nada, ni Dios, es más que uno mismo,
Quien camina una milla sin amor, se dirige a su propio funeral
envuelto en su propia mortaja;
Y yo y tú, sin tener un centavo, podemos comprar lo más precioso de la tierra,
Y la mirada de unos ojos o una arveja en su vaina confunden la
sabiduría de todos los tiempos,
Y no hay oficio ni profesión en los cuales el joven que los sigue no
pueda ser un héroe,
Y no hay cosa tan frágil que no sea el eje de las ruedas del universo,
 
Y digo a cualquier hombre o mujer: que tu alma esté serena y en
paz ante millones de universos.
Y digo a la Humanidad: No hagas preguntas sobre Dios,
Porque yo que pregunto tantas cosas, no hago preguntas sobre Dios,
(No hay palabras capaces de expresar mi seguridad ante Dios y la muerte.)
Escucho y veo a Dios en cada cosa, pero no lo comprendo en lo más mínimo,
Ni comprendo cómo pueda existir algo más prodigioso que yo mismo.
¿Por qué desearía yo ver a Dios mejor que en este día?
Algo veo de Dios en cada hora de las veinticuatro y en cada uno de sus minutos,
En el rostro de los hombres y de las mujeres veo a Dios, y en mi propio rostro en el espejo;
Encuentro cartas de Dios tiradas por la calle y su firma en cada una,
Y las dejo donde están porque sé que dondequiera que vaya,
Otras llegarán puntualmente.

(Fuente: elespañol/Julen Berrueta)

En sus 120 años, con Lydia Cabrera

En sus 120 años, con Lydia Cabrera

 

domingo, 26 de mayo de 2019
07:12:26 am. 

Por Paquita Armas Fonseca

El etnólogo Miguel Barnet situó a Lydia Cabrera entre las escritoras cubanas más importantes de la historia literaria del país, cuando abrió el panel Aniversario 120 del natalicio de Lydia Cabrera, en el Centro Cultural Dulce María Loynaz. 

El también Presidente de la Uneac señaló que la autora de El monte —suerte de Biblia en las religiones africanas— pertenece a Cuba, a pesar de ella misma, porque luego de padecer silencio, a raíz de su decisión de vivir en Estados Unidos, sus libros han sido leídos y bebidos por los habitantes de esta Isla. 

Prueba de la avidez por las piezas de la reconocida etnóloga es que su libro El monte fue presentado en el contexto del panel, y muchas personas se quedaron sin poderlo comprar. Eso es lo común. En el panel estuvo presente Frank Pérez Álvarez, sociólogo, editor e investigador que esbozó la vida de Lydia y con emoción contó cómo sus últimas palabras fueron “Habana, Habana”. 

Natalia Bolívar Aróstegui, autora de Los Orishas en Cuba, con la magia que pone a sus conferencias contó cómo de la mano de Isabel, su nana negra, se adentró en las religiones africanas, especialmente en el amor y el vínculo con la naturaleza. 

Siendo una adolescente, le pidió a su padre que hablara con Raimundo Cabrera, padre de Lydia, para que la responsable de una de las salas del Museo de Bellas Artes, dedicada a África, le permitiera trabajar estudiando esa zona del tronco de nuestra nacionalidad e impartir conferencias.

La investigadora y pintora contó múltiples anécdotas suyas con la escritora de los casi míticos Cuentos negros de Cuba, que denotan la exigencia de la segunda y la audacia de la primera. Siempre he pensado que Natalia es la continuadora de Lydia. En el panel, Barnet dijo algo similar y él es un experto. Entonces, para los lectores este texto de Natalia, que aportará mejores argumentos que yo.

Lidia, su influencia en las artes

En mayo de 1900 nace Lydia, son los inicios de un siglo lleno de madurez precoz, de hombres y mujeres tocados por el genio de la fértil savia de la tierra. Hija de Raimundo Cabrera, [i] figura pública de las letras, abogado, independentista, hombre comprensivo, de quien fue su constante compañía, en los paseos, las tertulias y en las comidas ofrecidas en su casa, que se volverían centro de importantes impactos sociales, y entre sus visitantes se podía encontrar a Enrique José Varona, Manuel Sanguily, Juan Gualberto Gómez, Leopoldo Romañach, el pintor que la anima a pintar. 

Con esa manía suya de anticiparse, a los 14 años, junto a su hermana Emma y burlando la vigilancia a que toda buena familia cubana sometía a sus hijos, Lydia estudia en la escuela de artes de San Alejandro y en sus ratos libres escribe, bajo el seudónimo de Nena, en la revista Cuba y América, conocida entonces en los medios literarios y políticos por su sagacidad. 

A los 23 años, monta el taller de confección de muebles de estilo Alyds, donde no solo diseña, dibuja y crea los anuncios periodísticos del taller, sino también impregna su elegancia, belleza y exigencias en el mobiliario y decoración.

A los 27, viaja a París y se instala en un pequeño estudio cerca del pintor Utrillo, y recibe clases en la Escuela de Bellas Artes y en la de El Louvre; además realiza investigaciones sobre el arte y la religión de Japón y la India. Allí se reencuentra con Teresa de la Parra, fina escritora por los derechos de la mujer en Venezuela, su país de origen, y esa afinidad y recreación del mundo interior, de confesiones secretas, las lleva a mantener una vida intelectual activa, siendo sus amigos del anecdotario literario Pablo Neruda, Francis de Miomandre, Pierre Verger, Alfred Metraux, Roger Bastide, Aimé Cesaire, Wifredo Lam, Paul Valéry, Rudyard Kipling, Miguel Ángel Asturias, Juan Ramón Jiménez, Gabriela Mistral, José María Chacón y Calvo y, muy especialmente, Federico García Lorca, quien dedica a Lydia y a su simpática negrita Carmela Bejarano, su poema La casada infiel.[ii] 

En 1932, a Teresa de la Parra le diagnostican tuberculosis, enfermedad que años más tarde provocaría su desaparición física. Lydia vive tres años en un sanatorio en Suiza acompañándola en su dolencia. Para entretenerla durante el padecimiento, mirando las aguas del Sena, Lydia trabaja lo místico de la narrativa negra y le dedica los cuentos de la narración primitiva de sus nanas negras, con la ingenuidad de los ingenuos, y así, a la sombra de espíritus ancestrales, nacen en francés sus Cuentos Negros de Cuba, dedicados a Teresa. Sobre estos cuentos, más tarde, escribiría su amiga Gabriela Mistral: 

“(…) yo le he tenido a usted, desde que conocí su escritura, un aprecio literario definitivo y vertical. En lo que toca a la persona, creo que la conozco poco todavía. Hay una hoja suya —lo cubano— que no me sé, que me queda un poco como material por masticar”. [iii]

Después de 11 años, regresa a Cuba en 1938 y conoce a María Teresa de Rojas, mujer de recia personalidad, intérprete también de la historia de las añejadas piedras en construcciones coloniales, y juntas restauran el Palacio de Pedroso y la iglesia de Santa María del Rosario, conocida entonces como la catedral de los montes cubanos.

Ambas se mudan a la Quinta de San José y se enfrascan en la remodelación de esta maravilla del siglo XVIII, con sus paredes de murmullos de viejas familias, sus jardines de yerbas aromáticas y curativas. Esta quinta les dará el descanso y la privacidad para sus incursiones en la historia.

En 1943, Lydia traduce Retorno al país natal de Aimé Césaire con ilustraciones de su querido amigo Wifredo Lam, mientras continúa recorriendo la intrincada madeja de las culturas religiosas en Matanzas, Trinidad y La Habana para legarnos, entre 1949 y 1958, sus libros ¿Por qué?…; Cuentos Negros de Cuba; Refranes de negros viejos; Anagó y El Monte, llamado la Biblia de los religiosos y estudiosos del tema, y del que Gastón Baquero, en su columna Panorama, escribe el artículo Conocimiento del monte cubano: la raíz y la cumbre de la isla [iv], donde anota: 

(…) En otras palabras, El Monte, como lo ha radiografiado y humanizado Lydia Cabrera, es una de las materias primas esenciales para el condimento futuro de nuestros libros cubanos verdaderos. 

(…) Lo que Lydia Cabrera ha llevado a cabo en forma impecable, en forma casi tan apasionante como la de una buena novela, es transmitirnos la vitalidad concedida o reconocida por nuestros antepasados al monte.

 (…) Es una cantera de materia prima para seguir adelante, después del conocimiento verdadero, hacia la poetización de la realidad. Nuestros artistas, nuestros hombres cultos, olvidan a veces que una cultura comienza siempre por no poseer puntos oscuros en derredor. Las inmediaciones tienen que ser conocidas a fondo, para lanzarse entonces hacia otras lejanías.

Quien deja detrás zonas inexploradas, las tendrá siempre delante. A veces sabemos mucho de lo que se sabe en otros sitios, de lo que otros saben, pero muy poco de lo que está ocurriendo a pocos metros de nosotros; de lo que está ocurriendo en el alma de las gentes, en las costumbres del pueblo, en la concepción que de la naturaleza tienen los nuestros más apegados a la tierra y al monte. Y este desconocimiento de lo inmediato ciega para el verdadero conocimiento de lo lejano. Porque en tanto no se haya asimilado un hombre su contorno, su raíz, no está en condiciones de intentar la dificilísima comprensión de otras raíces y otros contornos.


Una criolla laboriosa, culta de universal cultura y celosa por ello de la íntima cultura de su tierra, ha producido un libro necesario, útil a los intereses del espíritu. Gracias a Lydia Cabrera, el monte sagrado, la planta hechizante, la fórmula ritual, los misterios de viejas concepciones, vienen a nuestra mano. En el lento proceso de ascensión de la sensibilidad cubana hacia su propia expresión nacional pura, y por ende universal genuina, este libro nos acompaña con un paso firme y decisivo.

En 1955, como parte del Patronato, es llamada para montar las salas Afrocubanas en el Museo Nacional, Palacio de Bellas Artes, asesorada por sus informantes, entre ellos el gran músico y compositor Odilio Urfé y el Niño Santos Ramírez, fundador de la comparsa El Alacrán, que tanta alegría brindó en los carnavales al pueblo cubano, y también con el gigante de impronta universal, su cuñado, don Fernando Ortiz. Las colecciones mezcladas que ellos brindan, nos mostraron el colorido característico de las profundas raíces místicas del pueblo cubano.

En 1956 se reúne con los etnólogos Alfred Métraux, Pierre Verger y Roger Bastide, y con el antropólogo William Bascom, en amplias y variadas tertulias a la orilla de la laguna sagrada de San Joaquín de Ibáñez, en Pedro Betancourt. Inmersa en la cosmogonía de la música y amparada por su gran amiga Josefina Tarafa, organiza la procesión hasta el ojo de agua que fluye en la laguna de las tierras del central Cuba, propiedad de la familia Tarafa, y en ese santuario natural de orishas lucumíes, de vodues ararás y de mpungus congos, con la ayuda del ingeniero Benito Bolle y del ayudante y sonidista Oduardo Zapullo, graban los toques, cantos y rezos que luego formarán los 14 discos de la colección Música de los cultos africanos en Cuba, parte hoy de nuestro tesoro cultural, por ser una de las joyas más preciadas de la etnología musical. De esta investigación en terreno nace además su libro La laguna sagrada de San Joaquín, con fotografías de Josefina Tarafa y dedicado a Lino Novás-Calvo, publicado años más tarde, en Madrid.

Lydia trabaja incansablemente y por esa época publica varios títulos, entre ellos, La sociedad secreta abakuá narrada por viejos adeptos, catalogado por Luis Gutiérrez Delgado: [v]

Hace ya algún tiempo que doy vueltas a un libro, en el ansia de escribir sobre él, pero identificado con el espíritu poético que es el trasunto de sus páginas. En la obra se mezclan la ciencia de la etnología con ritos, hábitos y formas de vida, de lo que resulta tanto una obra de arte, como una seria valoración sociológica de factores que han influido poderosamente en la idiosincrasia del cubano.

En 1960, decide, junto con María Teresa de Rojas, salir al exilio, dejar la quinta San José y se acoge a la hospitalidad de nuevas tierras.

 En 1962 recibe el reconocimiento de la Bollingen Foundation, y en 1964 retoma su fina intuición de artista plástica, los pinceles y colores cobran aliento en su vida espiritual; pinta animales, recuerdos y nacen las piedras sagradas de colores alegóricos, pinta miniaturas con sus nerviosos y sensibles dedos, que reflejan todo el universo de su riqueza intelectual. En 1970 publica su obra Otan Iyebiyé, mística carga de las piedras preciosas.

 

Junto a María Teresa, y a solicitud de su amiga de infancia Amalia Bacardí, hija del ilustre patriota Emilio Bacardí, viaja en 1971 a España para ocuparse de la edición, impresión y corrección de pruebas de la obra de este gran hombre de la generación del 68. Allí publica varios de sus títulos y escribe artículos para La Enciclopedia de Cuba.

En 1977, el Congreso de la Literatura Afro-americana, celebrado en las universidades de la Florida y de Auburn, es dedicado a su obra, y en su discurso de homenaje, el profesor Manuel Ballestero, de la universidad de Madrid, dijo:

“(…) Quizás la parte más difícil del trabajo del antropólogo sea, no el de conocer objetiva y pragmáticamente las cosas que observa, sino el olvidar su propia mentalidad, sus propios prejuicios e incluso, forzándolo, su propio subconsciente para sentir como las gentes a las que estudia. Este es el gran triunfo de Lydia Cabrera…”.

La obra de Lydia ha influenciado notablemente en las artes cubanas, no solo en la literatura, la poesía, el teatro y el cine. Con golpes de ojos profundos Lydia no ha perdonado ni siquiera a la plástica. En abril de 1922, Lydia presenta una exposición de sus obras en el Salón de Bellas Artes, auspiciado por la Asociación de Pintores y Escultores. En ella reverberan las imágenes promulgando sonoridades, una especie de visión abstracta, acto para captar voces ancestrales y transmutarlas con el poderoso pincel que baila. Así la tenemos en las verbenas ofrecidas en la Villa de Guanabacoa, en las espirituosas aguas de la marinería reglana y en las añejadas piedras de Trinidad. Como reseña a esta exposición, el periodista L. Gómez Wangüemert, con elogios destaca su originalidad:

“(…) hay que confesar que la novedad y el interés de sus cuadros se debe en gran parte a esa manera de trabajar. Su atrevimiento la lleva a abordar los temas más difíciles con una simplicidad de medios que asusta y desconcierta…”.

En ese mismo año, junto a Alicia Longoria, funda la Asociación Cubana de Arte Retrospectivo cuyo propósito, según sus estatutos, era conservar, proteger y preservar los objetos de la tradición artística en Cuba, como abanicos, encajes, bordados, telas, indumentaria, joyas, mobiliario, etc., que muestren la sensibilidad estética del pueblo y cultive el amor por las artes y la tradición artesanal del país. Con el propósito de impedir la demolición del Convento de Santa Clara, realiza una gran exposición de abanicos en uno de los locales titulada La Habana Antigua, donde expuso valiosos objetos pertenecientes a las familias más aristócratas de Cuba.

Desde sus comienzos en San Alejandro le une una fuerte amistad con grandes artistas, entre ellos el maestro Leopoldo Romañach, Víctor Manuel, Amelia Peláez y Cundo Bermúdez. A pesar de las diferencias que los separan, tanto racial como social, pero lanzados en un reto de referencias espirituales, dos grandes en sus construcciones: Wifredo Lam en la plástica y ella en los acentos veraces de la palabra escrita, desde el comienzo surgió una profunda simpatía intelectual y emocional. Ambos se explican, se entienden, se complementan, se afanan con honradez y severidad en su obra. La obra de Lam es la recreación máxima de cubanismo y Lydia es una de las primeras en adivinarlo, por ello lo acoge, le apoya económicamente y lo presenta por primera vez al público cubano en un artículo que aparece en el Diario de la Marina, donde escribe: [vi]

“(…) Wifredo Lam no ha cumplido aún 40 años. Su increíble capacidad de trabajo y su temple obliga a esperar de él grandes cosas… sus cuadros figuran en las colecciones más exclusivas de Europa y América, y su nombre, que ya pertenece a una elevada categoría de artista, es imperdonable se silencie por más tiempo en Cuba, su propia tierra”.

Otros inmersos en su baño de aguas fecundas con el panteón afrocubano, inspirados por su amistad, son René Portocarrero y Carlos Enríquez. El primero, iluminador de catedrales, de interiores del Cerro, pintor de paleta mágica en los medios puntos traslucidos y fuerte mano en lo de acentuar los colores primarios para rendir honores a sus ancestrales orishas, nfumbes e Iremes; el segundo, Carlos Enríquez, hombre de sólida lealtad juvenil, de carácter rebelde y apasionado, que supo en sus lienzos captar la belleza de su tierra, expresar como nadie los sentimientos más profundos del alma criolla.

Lydia Cabrera nació con el don de la narración. Desde muy temprana edad, mostrando los exquisitos rasgos que la caracterizaban, comenzó su encanto, emprendedor y fructífero, por el arte y las letras, cualidad que mantuvo hasta su desaparición física. Espacio y tiempo engendraron la fuerza del minucioso entramado de su literatura, en la constante búsqueda de su impetuoso afán del conocimiento de las raíces africanas, cimientos tan imbricados en la cultura cubana, en la poética del espacio, y es tal su influjo fecundo que otros intelectuales se dan a la tarea de crear en nuestra narrativa una obra en la que el negro es uno de los protagonistas principales.

Lydia Cabrera, a través de su obra nos descubre los tesoros de nuestra oralidad. Con su vasta y fértil investigación, nos muestra la verdadera herencia africana, de la que es depositaria nuestro país. Lydia con su investigación penetró y viajó por las raíces de su tierra para conocer los misterios que en ella se encerraban, para dar vida y valor al alma de los sabios, ocultos a los ojos extraños, y para mostrar las múltiples maneras con que ellos expresan sus sentimientos. Al respecto María Zambrano anotó:

“Tuvo que ir muy lejos porque ha tenido que adentrarse en su infancia. La raza de la piel oscura es la nodriza verdadera de la blanca, de todos los blancos en sentido legendario. Lo ha sido de hecho desde la esclavitud y verdadera libertad del liberto de esta Isla de Cuba donde las gentes de más clara estirpe fueron criados por la vieja aya de piel reluciente, cuyos dichos, relatos y canciones mecieron, despertando y adurmiendo a un tiempo, su infancia. Y así la venturosa ‘edad de oro’ de la vida de cada uno se confunde en la misma lejanía con ‘el tiempo aquel’ de la fábula, ¡felices los que tuvieron pedagogía fabulosa!…

“Memoria, fiel enamorada que ha proseguido su viaje a través de las zonas diversas en que cosas y seres danzan”.[vii]

Interpretó Lydia al negro africano, con su fantasía animista, que trasmitía después a sus descendientes criollos, cubanos, poniendo un “compañero” en cada ser, en cada animal, en cada árbol, en cada montaña; en cada objeto que le rodeaba. Y a cada uno lo personificó gestualmente; además de reconocerle sus fuerzas patentes lo dotó de su potencia misteriosa y así convive con todos ellos. En las incontenibles efusiones de su emoción habla, canta, dialoga gesticulando con esos seres invisibles que le acompañan, y con la rebosante locuacidad que lo caracteriza.

Uno de los personajes que más influyó en la labor de Lydia fue José Antonio Ramos, quién, bajo la impronta de la época, escribe en 1936 Caniquí, obra que es un estudio de la psiconeurosis, una reconstrucción histórica colonial y el resumen de la vida de un esclavo trinitario.

Con el tiempo, Lydia se convirtió en pintora, historiadora, socióloga, etnóloga, antropóloga, psicóloga y filósofa, escrutaba los mensajes enigmáticos, intentando una comprensión del hombre en la sociedad y la religión. Su interpretación de la oralidad sitúa sus relatos mitológicos en el origen del camino del alma hasta el espíritu, en una marcha incontrolable del ser humano. Su narrativa es pura y, ante las críticas, declaró:

“Ha sido mi propósito ofrecer a los especialistas, con toda modestia y la mayor fidelidad, un material que no ha pasado por el filtro peligroso de la interpretación, y de enfrentarlos con los documentos vivos que he tenido la suerte de encontrar”. [viii]


Es fundamental esa erudición de espiritualidad en dos sabios de nuestra cultura mestiza: don Fernando Ortiz y Lydia Cabrera, que nacen y se reciclan en la poética de la imagen del negro y su rítmica, que han penetrado todas las manifestaciones del arte. Cuba se convirtió en patrón de la literatura oral, pero también de la escrita por negros, mulatos y blancos influidos desde muy temprano por las tradiciones de los esclavos y sus descendientes.

Su libro El Monte, definido por Enrique Labrador Ruiz [ix] como “profundo y misterioso”, ha sido el gran abrevadero de muchos intelectuales cubanos, tales son los casos de Samuel Feijóo con su obra El negro en la literatura folklórica de Cuba, y Gastón Baquero, una de nuestras voces mayores, con visos de posibilidad afirmativa y factor integrador de nacionalidad, en homenaje a Lydia Cabrera dedica su adaptación de poemas africanos: [x]

(…) En la obra de Lydia Cabrera hemos aprendido muchos cubanos a respetar y a comprender el aporte profundo, en el territorio del espíritu, de la cultura africana que algunos subdesarrollados mentales insistían en presentar como pura barbarie, negación de lo cristiano y abjuración de lo europeo y civilizado. Gracias a Lydia Cabrera sabemos hoy que lo cubano no es antiafricano como no es antiespañol. Los antis desaparecieron quemados por nuestro sol, desde el mismo siglo XVI, al borde del sepulcro de los indios. Y allí se dio el Fénix. Nació, en el crisol tenaz que fundía sangres y concepciones del universo, el nuevo hombre propio de la Isla, el cubano, aquel que por debajo de los diversos colores de su piel, tiene un alma común, una misma maravillosa manera mágica de recibir en su alma el peso del mundo….

Por su parte Boggs, profesor emérito de la Universidad de Miami, al referirse a su narrativa en Los animales en el folklore y la magia de Cuba, escribió:

“(…) ¿Qué son estos cuentos: recopilación de folklorista o creación de artista? Son en parte ambas cosas. Ella se identifica con sus informantes y absorbe sus materiales. No archiva sus datos en el diario de sus conquistas. Los rehace a su manera, imprimiendo en ella su propia personalidad, su ingenio agudo, cierto rasgo picaresco y malicioso, satírico y gracioso, ajustándolos al estilo de ella, con juego de palabras, metáforas, repetición, ritmo y rima, y hasta con uno que otro reflejo de tendencias corrientes entre los literatos de la época…”. [xi]

En este dominio del reino de las imaginaciones venidas del África, se destacan en la literatura grandes nombres como el de Lino Novás-Calvo, Rómulo Lachatañeré, Teodoro Díaz Fabelo, Ramón Guirao, entre tantos otros poetas que llegan al infinito, que divinizan lo inanimado, que avivan la naturaleza, que trasmutan la realidad de la mitología explorando todas las posibilidades del género; junto a ellos está nuestra Lydia Cabrera, a quien le debe tanto el estudio de la identidad nacional pues desfosiliza con gran maestría estas narraciones orales.

Ella, con el poder de quién preside una totalizadora oración ritual, imanta de posibilidades en su literatura a generaciones más jóvenes, tal es el caso de Miguel Barnet en Biografía de un cimarrón, o de Reynaldo González en Contradanzas y latigazos, en ambos casos, la palabra piensa, abraza al lector con indagaciones hasta alcanzar el disfrute. Además de ellos, existen otros lúcidos desmitificadores de esa oscura olla, en la que se recocinaban blancos y negros, donde “ambos aportaban y recibían, transformándose sometidos a una mezcla sintetizadora”. [xii]

Lydia Cabrera es una persona anticipada a su época, de imaginería poderosa, dueña de una sutileza de criatura fundacional, alguien que existe en un tiempo sin límites o en los dominios de una cosmogonía de orden fabuloso; es capaz de trascender y potenciar en nuestros días la creación de artistas como Eugenio Hernández, Armando Suárez del Villar y Roberto Blanco en el teatro; Sergio Giral, Manuel Octavio Gómez, Tomás Gutiérrez Alea y Humberto Solás, en el cine, como a tantos otros creadores y artistas de las artes escénicas cubanas.

Tiene razón Gastón Baquero cuando escribe: [xiii]

(…) la obra de esta mujer estudiosa, sencillísima, trabajadora en silencio, es, en el fondo y en la forma, una obra de auténtica poesía, de genuina creación. Tan de creación es su trabajo, que a primera vista parece simple recopilación mecánica de palabras, de costumbres, de narraciones populares. No se ve la mano de la autora. Y no es habitual advertir lo que de maestría hay en eso que pueda seguir pareciendo anónimo y absolutamente popular, de sabor puro, no mistificado, lo que en realidad ha pasado, y está recreado, a través de un escritor culto. Lo típico de un gran arte es que no se vea cómo está hecho.

El prodigio logrado por un León Frobenius al confeccionar El Decamerón negro lo ha logrado también, a la perfección, Lydia Cabrera al saber quitarse de en medio de lo que narra, confeccionándolo con tal sello de espontaneidad que el lector no ve nunca a la autora, sino que cree estar escuchando real y directamente la voz de una cultura africana, de un grupo humano poderosamente personalizado y auténtico, o de una conseja popular venida de la noche de los tiempos. En realidad, todo eso que disfruta es debido al arte dificilísimo de “impresionar a otros”, ser otros a fondo, que es el secreto de las grandes obras y de los grandes escritores.

El 19 de septiembre de 1991, a los 92 años y en el silencio de sus mpungus, orishas, nfumbis, con el olor del mar Caribe y el recuerdo de su Isla amada, se abandona en el sueño de la eternidad nuestra querida Lydia Cabrera.

Y Severo Sarduy nos da pruebas de lo divinal en fraterno maridaje de lo criollo con lo africano al escribir:

Aparece junto al río: Rumor de pulseras de oro./Un venado cruza el coro/ En el ámbar del estío/ ¡Espejos para el hastío!/ De la miel, la brilladera./ Girasol en la sopera/ Mulata de rompe y raja/ El sándalo la agasaja/ Lo dice Lydia Cabrera. [xiv] 

Notas:

[i] Raimundo Cabrera Bosch (1852-1923) Escritor, periodista y abogado. Miembro de la Academia Cubana de la Historia, fundador de la revista Cuba y América; miembro de la Sociedad Económica Amigos del País.

[ii] García Lorca, Federico. Lorca por Lorca. Ediciones Huracán, La Habana, 1974. Pp. 186-187.

[iii]Siete cartas de Gabriela Mistral a Lydia Cabrera. Peninsular Printing Inc. Miami, Florida, 1980. Pág. 19

[iv] Diario de la Marina, 10 de agosto de 1955.

[v] Diario de la Marina, abril de 1959, “Un libro en la mano”.

[vi] Cabrera, Lydia. Páginas sueltas. Ediciones Universal, Miami, 1994. Pág. 60. En prólogo de Isabel Castellanos.

[vii] Zambrano, María. “Lydia Cabrera, poeta de la metamorfosis”. Revista Orígenes, La Habana, 1950, Año VII, No. 25.

[viii] Cabrera, Lydia. El Monte. Ediciones Universal, Col. Chicherekú, Miami, Florida, 1992. Pág. 8.

[ix] Bolívar Natalia y Natalia del Río. Lydia Cabrera en su laguna sagrada. Editorial Oriente, 2000. Pág. 155.

[x] Baquero, Gastón. Homenaje a Lydia Cabrera. Ediciones Universal, Miami, Florida, 1978. Pág. 14

[xi] Ibidem, Pág. 15

[xii] González, Reynaldo. Contradanzas y latigazos. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1983.

[xiii] Cabrera, Lydia. Páginas sueltas. Ediciones Universal, Miami, Florida, 1994. Pág. 60.

[xiv] Sarduy, Severo. Ochún. Tomado de: Un testigo perenne y delatado, precedido de un testigo fugaz y disfrazado. Ediciones Hiperón S.L., Madrid. s/f.

(Tomado de La Jiribilla/Cubadebate)

Heras, el mensajero

Heras, el mensajero


jueves, 04 de abril de 2019
7:47:21 p.m.
 

Por Luis Machado Ordetx*
(Tomado de blog del autor)

Confesiones de Eduardo Heras León, Premio Nacional de Literatura 2014, en el tránsito de la realidad a la ficción, esencia de su cuentística. Al narrador cubano, se dedica la 28 Feria Internacional del Libro, Habana 2019.

Un punto final, como un parte agua, que cerró un tiempo y abrió otro, fueron las horas que estuvo en Playa Girón en calidad de miliciano. La vida, y el sentido de lealtad, marcó un antes y un después. Todo lo cuenta al paso de los años. Ya algunas historias están plasmadas en papeles impresos. Uno pregunta ¿por qué de la división del tiempo?, y espeta con sencillez un argumento retórico. Nada, «le vi la cara a la muerte; muy cerca, en una experiencia que jamás olvidaré».

Resta por escribir algún que otro cuento, y en especial «las memorias: he estado en tantas peripecias y he conocido a gente, y eso falta por añadir», reconoció Eduardo Heras León (La Habana, 1940) durante un asedio de preguntas en las cuales el anecdotario marcó el diálogo informal.

Meses atrás los colegas Ayose S. García Naranjo (Girón),  Oscar Salabarría Martínez (Radio Sancti Spíritus) y quien escribe, sin mucho cerco, animamos al maestro de «vocación primaria», como dice, con el pretexto del abordaje de la historia, la pasada. Todo constituye, al cabo de muchas décadas, un punto esencial en los derroteros de su existencia.

Heras León, Premio Nacional de Literatura (2014), entre otros reconocimientos, prefirió estar de pie, y en tono pausado, como en susurro, encarar el «fuego» durante casi media hora de conversación. Hubo, entonces,  preguntas colaterales de los encuentros con Fidel y el Che, de fotografías y de ajedrez, otra de las pasiones.

Después de los saludos afectuosos, dijo: ¿Por dónde comenzamos?


Por Girón. Ahí está la historia que lleva a lo singular de La Guerra tuvo seis nombres (1968) y de Los pasos en la hierba (1970), dos libros de cuentos que descuellan en nuestra tradición literaria, dijimos.

El Chino Heras hizo una que otra gesticulación con su mano izquierda, y asintió con la cabeza. Entonces comenzó a contar, y vino el...

Olor a metralla                                              

«Mira, yo estaba en la milicia, presentado al llamado de Fidel en el año 60, para participar en cursos de artillería. Fui voluntario a combatir; tenía 20 años. El curso se dio en la Fortaleza de la Cabaña, y después llegamos a la Base de Baracoa, La Habana. Aquí iban a comenzar otro carrera para jefes de batería de morteros de 120 milímetros, y fuimos a Pinar del Río a un tiro combativo.                                                

«El 15 de abril nos enviaron de regreso a Baracoa, en La Habana, y cuando ya terminábamos el curso nos hablaron que había una situación urgente. El capitán Octavio Toranzo, el director, hizo un llamado en la Escuela de Artillería Comandante Manuel Fajardo, y planteó que era necesario salir a combatir porque ocurrió un desembarco. Todo fue así de rápido.

«Organizamos una batería y me nombran segundo al mando. El jefe era un teniente de milicia, un hombre muy mayor, veterano de la guerra de España, llamado Dionisio González. Así salimos en dirección a Matanzas. Dionisio siempre me decía, bueno en caso que se arme el combate, tú vas para el observatorio a dirigir el fuego; eres el teórico, el que sabe, y yo estoy abajo en los emplazamientos ocupando las voces de mando.

    

«Hicimos una columna, y en Jovellanos una parada, un vivaque ahí. De noche llegamos a Jagüey Grande, oscuro todo. Aquí se produce la primera anécdota que recuerdo entrañablemente. Vimos una luz en medio del pueblo. Imagínate no se podía encender nada porque estaban bombardeando, y nosotros nos quedamos mirando aquella lucecita. Cuando cruzamos en el camión donde íbamos, con los faroles apagados, vimos a una viejita que tenía una lucecita en la mano. Nos decía adiós. Aquello conmocionó, y recuerdo que cantamos todos, casi al unísono, muy bajito, el himno nacional».

En «Crónica de Mateo», usted también recuerda las estrofas del himno, como una recurrencia, hasta que llegan al central Australia. Aquí «fuimos a la comandancia y vimos a Fidel allí por primera vez. Daba grandes zancadas. Recuerdo que señaló: “¡se pensaron que iban a encontrar otra Guatemala!”. El jefe mío de batería, González, le resaltó: “¡Se van a encontrar un guatepeor Comandante!, y Fidel respondió: “¡No!; ¡su Waterloo es lo que van a encontrar aquí!”.

«Nos mandaron a  hacer campamento, y a resguardar la batería. Así pasó esa noche; noche de gran nerviosismo, por supuesto. Se decía que había dos paracaidistas que estaban disparando. Hicimos la posta, y ahí vi a uno de los combatientes del Batallón 339 de Cienfuegos; que fue el Batallón que recibió el golpe principal de desembarco enemigo. Estaba con los ojos y la cabeza vendados, y cuando fue a encender un cigarro, le dije:

—¡Aquí no se puede encender cigarro!, y me quedo mirando a aquel hombre y le veo la herida, y digo, ¿y usted de dónde es?

—Soy del 339 de Cienfuegos, y cuando vayan para allá tírenle con todos los hierros, me precisó el viejo».

En «Eduardo», usted condensa esa anécdota, y evoca lo vivido sin borrar nada. Heras León sonríe, y sigue en su exposición.

«Vivaqueamos esa noche. Por la mañana me mandan a buscar de la Comandancia. Estaba el comandante Fernández Mell en Australia, y me dice:

—¿Tú tienes yipi de la batería?

—Si, yo tengo.

—Bueno, nos hace falta que lleves un mapa a donde está la primera línea.

«Con nosotros iría un cadete, un oficial y un teniente. También tomó asiento un capitán. Arrancamos para Playa Larga y comenzamos a ver los huecos y alguna que otra persona herida hasta que llegamos, y entramos a un saloncito y el capitán Fernández, el Gallego, jefe de operaciones, estaba con varios oficiales. Siempre recuerdo a Pepín Álvarez Bravo y el Comandante Oropesa.

«Fernández nos preguntó qué hacíamos, y dispuso que lleváramos los mapas a los tanquistas, y de inmediato ordenó: “¡pues sigan!”. Dejamos Playa Larga en dirección a Girón. Cuando habíamos avanzado un par de kilómetros venía una ambulancia por la carretera sonando la sirena, guiuuuuuuuuuuuuugiiuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu.... Nos pasó por al lado, y del vehículo hicieron señal de bombardeos. Eran los B-26. Un poco más adelante vimos un avión volando por encima de la carretera, y paramos el yipi. Todo el mundo se tiró a la orilla y nos metieron un rafagazo que le vi la cara cerca a la muerte.

Heras León sonríe y estira los labios cuando describe y narra de manera lineal sus anécdotas. Todo rememora la lectura de «Modesto», otro de los cuentos. En la historia advierte que «cuando me tiré a tierra los pies se me trabaron en el piso del yipi. No tuve otra opción que meterme debajo del vehículo, pero cuando traté de asomar la cabeza, vino otra ráfaga. Pasó el avión, y salimos de los escondites y seguimos. Vimos el avión de vuelta y más metrallazos, y finalmente logramos continuar viaje.

«Más allá nos encontramos con una cuatro-boca, una ametralladora, con un muchacho jovencito, de la Base Granma, los Niños Héroes, los verdaderos héroes, que estaba histérico, y casi gritaba: “¡coño, tienen la bandera cubana en las alas, y cuando uno se descuida, entonces le disparan a uno! De verdad que estoy que todo lo que pase por aquí le voy a meter plomo. No me interesa nada: si tienen o no tienen la bandera”.

«El muchacho añade: “hace falta pasar la ametralladora para la otra cuneta. Entre todos movimos la cuatro-boca de un lado del camino hacia el otro. Si me preguntan cómo lo hicimos, no lo sé; no sé de dónde sacamos la fuerza».


La historia está en síntesis en «Mateo», otro de los cuentos. En definitiva, Heras León, como afirma, representa un «testigo de su tiempo, y lo que hago es escribir lo que viví; ficción pero muy basado en la realidad. Todo en historias de mi vida». Un salto en el tiempo, entre una escena y otra, en «Eduardo», se añade la historia de Aldo Gutiérrez, el amigo combatiente. El escritor se alegra. Detrás hay algún misterio. Es que, «allá,  en el central Australia, me habían dicho que Aldo, un oficial de milicias de la Escuela, tenía un muerto en la batería, y estaba herido. Sentí susto, realmente, y comencé a buscarlo. De pronto diviso a mi amigo que estaba en un yipi descubierto. Tenía la cara llena de pólvora negra, de tanto que había disparado con los morteros. Cuando lo vi le dije: ¡Aldo!; ¡Aldo!, y de inmediato me reconoció, y  dijo: “¡Tienes agua Chino!; ¡tienes agua!

—¡No!, no, no tengo nada.

—¡Coño!, me dijeron que te hirieron, ¿dónde te hirieron?

—¡Si me hirieron! Fue una bobería.

—¿Pero dónde?, compadre, ¿dónde fue?...

Heras León no puede contener la sonrisa. Tiene una tierna picardía por la acción que desencadenó el amigo en medio de aquella carretera, llena de combatientes, de heridos y sobresaltos. Hace la verdadera historia pero prefiere que nosotros no la divulguemos. Aldo le ha dicho en más de una ocasión que cuando “tu escribas eso te voy a dar una tranca que te vas a acordar de mí”. El escritor vuelve a sonreír, y comenta: «aquello fue muy simpático; tremendo».

Los planos llegaron a manos de los tanquistas. Cumplió la misión, y el joven miliciano retornó a Playa Larga. Asumió otra encomienda del Gallego Fernández hasta que arribó al central Australia, sitio de ubicación de su batería, como segundo jefe. Allí tuvo un responso por la ausencia. Otra vez rememora en síntesis la historia de «Mateo», el joven tirador de ametralladora antiaérea de la Base Gramna, quien le «disparó al avión enemigo y ayudó a derribarlo», acotó.

El miedo, el riesgo, la inexperiencia y el deber, en Heras León toman relevancia entre una y otra anécdota simpática: «un miliciano de mi batería está lavándose los pies cuando viene el avión hacia Australia. Él lo ve, y sale corriendo para una lagunita que había y cuando está llegando hacen un cerrado ¡ra-ta-tá!; ¡ra-ta-tá!; ¡ra-ta-tá!; ¡ra-ta-tá!  Era una ráfaga de ametralladora del B-26. El hombre da media vuelta y sale hacia un pequeño cañaveral, y otra vez ¡ra-ta-tá!; ¡ra-ta-tá!; ¡ra-ta-tá!; ¡ra-ta-tá!. El soldado fue de un lado para el otro, hasta que se sentó en una piedra y sacó un cigarro, lo encendió, y se dispuso a fumar.

«Cuando se derriba el avión salimos hacia donde estaba aquel miliciano sentado en la piedra. Ahí vino  la descarga: ¡Coño, estás loco!; ¿cómo te vas a sentar ahí? Su respuesta: “voy para allá y me tiran; vengo para acá y me tiran. Bueno que me maten aquí compadre”.

«Llevábamos como tres días sin comer. Fuimos al central y nos dieron comida caliente; picadillo, y otras cosas más. Hubo un momento en que apareció Fidel. Recuerdo que había un grupo de mujeres, y una le dice: ¡Fidel, vencimos!, ¡vencimos!; ¡los derrotamos Fidel! Ahí les responde: ¡No; no; no los derrotamos!; ¡los descojonamos! Entonces añade: ¡Perdónenme compañeras! Al unísono exclaman: ¡No!; ¡que perdón Comandante!; ¡los descojonamos y bien!».

Juego preciso

El maestro Heras León sabe y cree, que del pacto inicial de la acción reside en el surgimiento de la historia.  Hablo del Che y la mirada del escritor tiende hacia el techo de la habitación, y da riendas a su recuerdo. «Pasábamos el primer curso de artillería de militares cubanos que fueron a la Unión Soviética en 1962 y el Che nos visitó allá. Igual fue Raúl. Estando allí hablé con el Che Guevara, y ahí está la foto de aquel momento. Le digo Comandante Ud. pidió que Verde Olivo, la revista, tuviera una columna de ajedrez, pues yo la escribo. Entonces dijo, ¡Ah, pues yo te leo!


«De inmediato; ¡Ah, Comandante!; ¡prométame algo!

—¿Qué?

—Pues cuando lleguemos a Cuba jugará una partida conmigo.

—¡Está bien!, prometido.

«Al año siguiente ya había terminado, y estoy en uno de los torneos Capablanca, allí mirando los tableros y las partidas. Siempre fui muy cercano al ajedrez. En eso el Che llegó con un séquito al Hotel Habana Libre, y me le paré delante:

—¡Comandante!, ¿usted se acuerda de mi?, al tiempo que se me quedó mirando y dijo:

—¿De dónde?

—¡De Moscú!

—¡Ah, caramba!; ¡Sí!

«Ahora sé que me reconoció, y de inmediato le suelto», apuntó Heras León.

—¿Usted se acuerda de la promesa que me hizo?

—¡Si!, pero no la voy a cumplir porque sería una pelea de león a mono, y el león vas a ser tu.

— Aquello me desencantó un poquito. Me quedé mirando los tableros; las partidas y al rato, siento que hacen, zzzzzzzz, como el zumbido de abejas. Cuando miro era el Che asomado en el Salón de los Embajadores quien me llamaba. Tenía preparada una mesa, con reloj y todo, y me dijo, vamos a jugar.

«Indicó: “¡conmigo se juega a ganar!”. Nos sentamos, y jugamos la primera partida, y le dí. Yo había sido campeón juvenil de Cuba y de las Fuerzas Armadas, y tenía un nivel de juego alto.

«Cuando gano la primera me dice: “¡La revancha!” Jugamos la segunda y vuelvo a ganar. Eran partidas rápidas. Me mira serio y añade: “¡Otra más!” Vino la tercera partida y me hizo tablas, y se puso como un muchacho. Me agarró por los hombros: “¡te hice tablas!; ¡te hice tablas!” El Che era un enfermo al ajedrez. Son momentos inolvidables».

Imagen única


Heras León, militar entonces, estuvo en la lucha contra bandidos. Apunta que fue una incursión breve, allá por Corralillo, detrás de la banda de Campitos (Benito Campos Pírez), y en aquella ocasión no capturaron al alzado. El después reconocido escritor estaba en esa zona del noroeste villaclareño en  la inauguración del centro de estudio del Ejército Central.

Sin embargo, entre los muchos recuerdos siente satisfacción por una fotografía histórica que, después con el tiempo, la mostró. Todo ocurrió con su selección como primer expediente del curso de mortero, después de un tiro combativo, «como un aniversario de boda, como salir con una novia», apuntó en “Crónica de Mateo”, y Fidel estaba en el acto.  Entonces, «me regaló una pistola. Tengo una copia de esa imagen, como un tesoro. Cuando la batalla por el rescate del niño Elián, trabajamos con Fidel un tiempo, y llevé la fotografía.

«Cuando la vio me dijo: “¡Oye, pero qué joven estaba yo aquí! ¿Esta foto de dónde es?, preguntó”. Entonces le comenté. Dijo, “¿qué tu quieres que haga?”. ¡No, solo que me la firme!, y así lo hizo y colocó la fecha de ese día».

—¿Conserva la pistola todavía?

—¡No, qué va!; la entregué. Era del modelo Stechkin, automática, dada a partir del tiro combativo con batería, y de ahí viene el obsequio.

«Después los encuentros con Fidel fueron más sistemáticos. Dimos el curso por Televisión de Universidad para Todos, un proyecto que ideó el Comandante en Jefe y tuve el honor de inaugurarlo con otros compañeros. Hoy qué queda: escribir otros cuentos; cuando salgan, y las memorias, por supuesto. Por tanto, seguir fiel a los principios; continuar  como un leal revolucionario y moriré así. Eso es todo», dijo Heras León, quien siempre prefiere su vocación primaria: la de Maestro.

Luis Machado Ordetx*: periodista, escritor, y crítico de arte y literatura.

Presentan en Santiago de Cuba biografía sobre Emilio Bacardí

Presentan en Santiago de Cuba biografía sobre Emilio Bacardí

 

martes, 02 de abril de 2019
2:57:12 p.m. 

Una deuda pendiente de los historiadores de la Isla acaba de ser saldada en esta suroriental ciudad, al presentarse por primera vez la biografía de Emilio Bacardí Moreau, a cargo parte de su autora la Doctora Olga Portuondo Zúñiga. La obra se venderá en la Feria del Libro de Santiago de Cuba, a partir del venidero 10 de abril.

En el Museo, Monumento Nacional, que lleva el nombre del patricio y primer alcalde criollo de Santiago de Cuba, fue presentado el compendio Emilio Bacardí Moreau. De apasionado Humanismo cubano, la última joya literaria de la Doctora Olga Portuondo Zúñiga, historiadora de la Ciudad Héroe.


  

La Editorial Oriente asumió la publicación en la que se ofrece abundante material fotográfico y correspondencia de Bacardí, o hacia Bacardí, en la cual se podrá encontrar cuantiosa información con respecto a la literatura, arte, historia, política, religión, sociedad y, por supuesto, el ron Bacardí.


Refiere Portuondo Zúñiga:

“Este volumen materializado en dos tomos me tomó concretarlo cuatro años, luego de paciente investigación en los archivos cubanos, españoles y estadounidenses.

“Creo que era algo obligado que acabáramos de hacer una biografía, sobre este notable literato e industrial, pero sobre todo al patriota y promotor de la cultura nacional, y particularmente santiaguera, es una obra que le dedicamos a Eusebio Leal, por los 500 años de La Habana y por su labor ejemplar al igual que Bacardí, como amante apasionado de Cuba y su patrimonio”.

(Fuente: HR/RR)