En sus 120 años, con Lydia Cabrera
domingo, 26 de mayo de 2019
07:12:26 am.
Por Paquita Armas Fonseca
El etnólogo Miguel Barnet situó a Lydia Cabrera entre las escritoras cubanas más importantes de la historia literaria del país, cuando abrió el panel Aniversario 120 del natalicio de Lydia Cabrera, en el Centro Cultural Dulce María Loynaz.
El también Presidente de la Uneac señaló que la autora de El monte —suerte de Biblia en las religiones africanas— pertenece a Cuba, a pesar de ella misma, porque luego de padecer silencio, a raíz de su decisión de vivir en Estados Unidos, sus libros han sido leídos y bebidos por los habitantes de esta Isla.
Prueba de la avidez por las piezas de la reconocida etnóloga es que su libro El monte fue presentado en el contexto del panel, y muchas personas se quedaron sin poderlo comprar. Eso es lo común. En el panel estuvo presente Frank Pérez Álvarez, sociólogo, editor e investigador que esbozó la vida de Lydia y con emoción contó cómo sus últimas palabras fueron “Habana, Habana”.
Natalia Bolívar Aróstegui, autora de Los Orishas en Cuba, con la magia que pone a sus conferencias contó cómo de la mano de Isabel, su nana negra, se adentró en las religiones africanas, especialmente en el amor y el vínculo con la naturaleza.
Siendo una adolescente, le pidió a su padre que hablara con Raimundo Cabrera, padre de Lydia, para que la responsable de una de las salas del Museo de Bellas Artes, dedicada a África, le permitiera trabajar estudiando esa zona del tronco de nuestra nacionalidad e impartir conferencias.
La investigadora y pintora contó múltiples anécdotas suyas con la escritora de los casi míticos Cuentos negros de Cuba, que denotan la exigencia de la segunda y la audacia de la primera. Siempre he pensado que Natalia es la continuadora de Lydia. En el panel, Barnet dijo algo similar y él es un experto. Entonces, para los lectores este texto de Natalia, que aportará mejores argumentos que yo.
Lidia, su influencia en las artes
En mayo de 1900 nace Lydia, son los inicios de un siglo lleno de madurez precoz, de hombres y mujeres tocados por el genio de la fértil savia de la tierra. Hija de Raimundo Cabrera, [i] figura pública de las letras, abogado, independentista, hombre comprensivo, de quien fue su constante compañía, en los paseos, las tertulias y en las comidas ofrecidas en su casa, que se volverían centro de importantes impactos sociales, y entre sus visitantes se podía encontrar a Enrique José Varona, Manuel Sanguily, Juan Gualberto Gómez, Leopoldo Romañach, el pintor que la anima a pintar.
Con esa manía suya de anticiparse, a los 14 años, junto a su hermana Emma y burlando la vigilancia a que toda buena familia cubana sometía a sus hijos, Lydia estudia en la escuela de artes de San Alejandro y en sus ratos libres escribe, bajo el seudónimo de Nena, en la revista Cuba y América, conocida entonces en los medios literarios y políticos por su sagacidad.
A los 23 años, monta el taller de confección de muebles de estilo Alyds, donde no solo diseña, dibuja y crea los anuncios periodísticos del taller, sino también impregna su elegancia, belleza y exigencias en el mobiliario y decoración.
A los 27, viaja a París y se instala en un pequeño estudio cerca del pintor Utrillo, y recibe clases en la Escuela de Bellas Artes y en la de El Louvre; además realiza investigaciones sobre el arte y la religión de Japón y la India. Allí se reencuentra con Teresa de la Parra, fina escritora por los derechos de la mujer en Venezuela, su país de origen, y esa afinidad y recreación del mundo interior, de confesiones secretas, las lleva a mantener una vida intelectual activa, siendo sus amigos del anecdotario literario Pablo Neruda, Francis de Miomandre, Pierre Verger, Alfred Metraux, Roger Bastide, Aimé Cesaire, Wifredo Lam, Paul Valéry, Rudyard Kipling, Miguel Ángel Asturias, Juan Ramón Jiménez, Gabriela Mistral, José María Chacón y Calvo y, muy especialmente, Federico García Lorca, quien dedica a Lydia y a su simpática negrita Carmela Bejarano, su poema La casada infiel.[ii]
En 1932, a Teresa de la Parra le diagnostican tuberculosis, enfermedad que años más tarde provocaría su desaparición física. Lydia vive tres años en un sanatorio en Suiza acompañándola en su dolencia. Para entretenerla durante el padecimiento, mirando las aguas del Sena, Lydia trabaja lo místico de la narrativa negra y le dedica los cuentos de la narración primitiva de sus nanas negras, con la ingenuidad de los ingenuos, y así, a la sombra de espíritus ancestrales, nacen en francés sus Cuentos Negros de Cuba, dedicados a Teresa. Sobre estos cuentos, más tarde, escribiría su amiga Gabriela Mistral:
“(…) yo le he tenido a usted, desde que conocí su escritura, un aprecio literario definitivo y vertical. En lo que toca a la persona, creo que la conozco poco todavía. Hay una hoja suya —lo cubano— que no me sé, que me queda un poco como material por masticar”. [iii]
Después de 11 años, regresa a Cuba en 1938 y conoce a María Teresa de Rojas, mujer de recia personalidad, intérprete también de la historia de las añejadas piedras en construcciones coloniales, y juntas restauran el Palacio de Pedroso y la iglesia de Santa María del Rosario, conocida entonces como la catedral de los montes cubanos.
Ambas se mudan a la Quinta de San José y se enfrascan en la remodelación de esta maravilla del siglo XVIII, con sus paredes de murmullos de viejas familias, sus jardines de yerbas aromáticas y curativas. Esta quinta les dará el descanso y la privacidad para sus incursiones en la historia.
En 1943, Lydia traduce Retorno al país natal de Aimé Césaire con ilustraciones de su querido amigo Wifredo Lam, mientras continúa recorriendo la intrincada madeja de las culturas religiosas en Matanzas, Trinidad y La Habana para legarnos, entre 1949 y 1958, sus libros ¿Por qué?…; Cuentos Negros de Cuba; Refranes de negros viejos; Anagó y El Monte, llamado la Biblia de los religiosos y estudiosos del tema, y del que Gastón Baquero, en su columna Panorama, escribe el artículo Conocimiento del monte cubano: la raíz y la cumbre de la isla [iv], donde anota:
(…) En otras palabras, El Monte, como lo ha radiografiado y humanizado Lydia Cabrera, es una de las materias primas esenciales para el condimento futuro de nuestros libros cubanos verdaderos.
(…) Lo que Lydia Cabrera ha llevado a cabo en forma impecable, en forma casi tan apasionante como la de una buena novela, es transmitirnos la vitalidad concedida o reconocida por nuestros antepasados al monte.
(…) Es una cantera de materia prima para seguir adelante, después del conocimiento verdadero, hacia la poetización de la realidad. Nuestros artistas, nuestros hombres cultos, olvidan a veces que una cultura comienza siempre por no poseer puntos oscuros en derredor. Las inmediaciones tienen que ser conocidas a fondo, para lanzarse entonces hacia otras lejanías.
Quien deja detrás zonas inexploradas, las tendrá siempre delante. A veces sabemos mucho de lo que se sabe en otros sitios, de lo que otros saben, pero muy poco de lo que está ocurriendo a pocos metros de nosotros; de lo que está ocurriendo en el alma de las gentes, en las costumbres del pueblo, en la concepción que de la naturaleza tienen los nuestros más apegados a la tierra y al monte. Y este desconocimiento de lo inmediato ciega para el verdadero conocimiento de lo lejano. Porque en tanto no se haya asimilado un hombre su contorno, su raíz, no está en condiciones de intentar la dificilísima comprensión de otras raíces y otros contornos.
Una criolla laboriosa, culta de universal cultura y celosa por ello de la íntima cultura de su tierra, ha producido un libro necesario, útil a los intereses del espíritu. Gracias a Lydia Cabrera, el monte sagrado, la planta hechizante, la fórmula ritual, los misterios de viejas concepciones, vienen a nuestra mano. En el lento proceso de ascensión de la sensibilidad cubana hacia su propia expresión nacional pura, y por ende universal genuina, este libro nos acompaña con un paso firme y decisivo.
En 1955, como parte del Patronato, es llamada para montar las salas Afrocubanas en el Museo Nacional, Palacio de Bellas Artes, asesorada por sus informantes, entre ellos el gran músico y compositor Odilio Urfé y el Niño Santos Ramírez, fundador de la comparsa El Alacrán, que tanta alegría brindó en los carnavales al pueblo cubano, y también con el gigante de impronta universal, su cuñado, don Fernando Ortiz. Las colecciones mezcladas que ellos brindan, nos mostraron el colorido característico de las profundas raíces místicas del pueblo cubano.
En 1956 se reúne con los etnólogos Alfred Métraux, Pierre Verger y Roger Bastide, y con el antropólogo William Bascom, en amplias y variadas tertulias a la orilla de la laguna sagrada de San Joaquín de Ibáñez, en Pedro Betancourt. Inmersa en la cosmogonía de la música y amparada por su gran amiga Josefina Tarafa, organiza la procesión hasta el ojo de agua que fluye en la laguna de las tierras del central Cuba, propiedad de la familia Tarafa, y en ese santuario natural de orishas lucumíes, de vodues ararás y de mpungus congos, con la ayuda del ingeniero Benito Bolle y del ayudante y sonidista Oduardo Zapullo, graban los toques, cantos y rezos que luego formarán los 14 discos de la colección Música de los cultos africanos en Cuba, parte hoy de nuestro tesoro cultural, por ser una de las joyas más preciadas de la etnología musical. De esta investigación en terreno nace además su libro La laguna sagrada de San Joaquín, con fotografías de Josefina Tarafa y dedicado a Lino Novás-Calvo, publicado años más tarde, en Madrid.
Lydia trabaja incansablemente y por esa época publica varios títulos, entre ellos, La sociedad secreta abakuá narrada por viejos adeptos, catalogado por Luis Gutiérrez Delgado: [v]
Hace ya algún tiempo que doy vueltas a un libro, en el ansia de escribir sobre él, pero identificado con el espíritu poético que es el trasunto de sus páginas. En la obra se mezclan la ciencia de la etnología con ritos, hábitos y formas de vida, de lo que resulta tanto una obra de arte, como una seria valoración sociológica de factores que han influido poderosamente en la idiosincrasia del cubano.
En 1960, decide, junto con María Teresa de Rojas, salir al exilio, dejar la quinta San José y se acoge a la hospitalidad de nuevas tierras.
En 1962 recibe el reconocimiento de la Bollingen Foundation, y en 1964 retoma su fina intuición de artista plástica, los pinceles y colores cobran aliento en su vida espiritual; pinta animales, recuerdos y nacen las piedras sagradas de colores alegóricos, pinta miniaturas con sus nerviosos y sensibles dedos, que reflejan todo el universo de su riqueza intelectual. En 1970 publica su obra Otan Iyebiyé, mística carga de las piedras preciosas.
Junto a María Teresa, y a solicitud de su amiga de infancia Amalia Bacardí, hija del ilustre patriota Emilio Bacardí, viaja en 1971 a España para ocuparse de la edición, impresión y corrección de pruebas de la obra de este gran hombre de la generación del 68. Allí publica varios de sus títulos y escribe artículos para La Enciclopedia de Cuba.
En 1977, el Congreso de la Literatura Afro-americana, celebrado en las universidades de la Florida y de Auburn, es dedicado a su obra, y en su discurso de homenaje, el profesor Manuel Ballestero, de la universidad de Madrid, dijo:
“(…) Quizás la parte más difícil del trabajo del antropólogo sea, no el de conocer objetiva y pragmáticamente las cosas que observa, sino el olvidar su propia mentalidad, sus propios prejuicios e incluso, forzándolo, su propio subconsciente para sentir como las gentes a las que estudia. Este es el gran triunfo de Lydia Cabrera…”.
La obra de Lydia ha influenciado notablemente en las artes cubanas, no solo en la literatura, la poesía, el teatro y el cine. Con golpes de ojos profundos Lydia no ha perdonado ni siquiera a la plástica. En abril de 1922, Lydia presenta una exposición de sus obras en el Salón de Bellas Artes, auspiciado por la Asociación de Pintores y Escultores. En ella reverberan las imágenes promulgando sonoridades, una especie de visión abstracta, acto para captar voces ancestrales y transmutarlas con el poderoso pincel que baila. Así la tenemos en las verbenas ofrecidas en la Villa de Guanabacoa, en las espirituosas aguas de la marinería reglana y en las añejadas piedras de Trinidad. Como reseña a esta exposición, el periodista L. Gómez Wangüemert, con elogios destaca su originalidad:
“(…) hay que confesar que la novedad y el interés de sus cuadros se debe en gran parte a esa manera de trabajar. Su atrevimiento la lleva a abordar los temas más difíciles con una simplicidad de medios que asusta y desconcierta…”.
En ese mismo año, junto a Alicia Longoria, funda la Asociación Cubana de Arte Retrospectivo cuyo propósito, según sus estatutos, era conservar, proteger y preservar los objetos de la tradición artística en Cuba, como abanicos, encajes, bordados, telas, indumentaria, joyas, mobiliario, etc., que muestren la sensibilidad estética del pueblo y cultive el amor por las artes y la tradición artesanal del país. Con el propósito de impedir la demolición del Convento de Santa Clara, realiza una gran exposición de abanicos en uno de los locales titulada La Habana Antigua, donde expuso valiosos objetos pertenecientes a las familias más aristócratas de Cuba.
Desde sus comienzos en San Alejandro le une una fuerte amistad con grandes artistas, entre ellos el maestro Leopoldo Romañach, Víctor Manuel, Amelia Peláez y Cundo Bermúdez. A pesar de las diferencias que los separan, tanto racial como social, pero lanzados en un reto de referencias espirituales, dos grandes en sus construcciones: Wifredo Lam en la plástica y ella en los acentos veraces de la palabra escrita, desde el comienzo surgió una profunda simpatía intelectual y emocional. Ambos se explican, se entienden, se complementan, se afanan con honradez y severidad en su obra. La obra de Lam es la recreación máxima de cubanismo y Lydia es una de las primeras en adivinarlo, por ello lo acoge, le apoya económicamente y lo presenta por primera vez al público cubano en un artículo que aparece en el Diario de la Marina, donde escribe: [vi]
“(…) Wifredo Lam no ha cumplido aún 40 años. Su increíble capacidad de trabajo y su temple obliga a esperar de él grandes cosas… sus cuadros figuran en las colecciones más exclusivas de Europa y América, y su nombre, que ya pertenece a una elevada categoría de artista, es imperdonable se silencie por más tiempo en Cuba, su propia tierra”.
Otros inmersos en su baño de aguas fecundas con el panteón afrocubano, inspirados por su amistad, son René Portocarrero y Carlos Enríquez. El primero, iluminador de catedrales, de interiores del Cerro, pintor de paleta mágica en los medios puntos traslucidos y fuerte mano en lo de acentuar los colores primarios para rendir honores a sus ancestrales orishas, nfumbes e Iremes; el segundo, Carlos Enríquez, hombre de sólida lealtad juvenil, de carácter rebelde y apasionado, que supo en sus lienzos captar la belleza de su tierra, expresar como nadie los sentimientos más profundos del alma criolla.
Lydia Cabrera nació con el don de la narración. Desde muy temprana edad, mostrando los exquisitos rasgos que la caracterizaban, comenzó su encanto, emprendedor y fructífero, por el arte y las letras, cualidad que mantuvo hasta su desaparición física. Espacio y tiempo engendraron la fuerza del minucioso entramado de su literatura, en la constante búsqueda de su impetuoso afán del conocimiento de las raíces africanas, cimientos tan imbricados en la cultura cubana, en la poética del espacio, y es tal su influjo fecundo que otros intelectuales se dan a la tarea de crear en nuestra narrativa una obra en la que el negro es uno de los protagonistas principales.
Lydia Cabrera, a través de su obra nos descubre los tesoros de nuestra oralidad. Con su vasta y fértil investigación, nos muestra la verdadera herencia africana, de la que es depositaria nuestro país. Lydia con su investigación penetró y viajó por las raíces de su tierra para conocer los misterios que en ella se encerraban, para dar vida y valor al alma de los sabios, ocultos a los ojos extraños, y para mostrar las múltiples maneras con que ellos expresan sus sentimientos. Al respecto María Zambrano anotó:
“Tuvo que ir muy lejos porque ha tenido que adentrarse en su infancia. La raza de la piel oscura es la nodriza verdadera de la blanca, de todos los blancos en sentido legendario. Lo ha sido de hecho desde la esclavitud y verdadera libertad del liberto de esta Isla de Cuba donde las gentes de más clara estirpe fueron criados por la vieja aya de piel reluciente, cuyos dichos, relatos y canciones mecieron, despertando y adurmiendo a un tiempo, su infancia. Y así la venturosa ‘edad de oro’ de la vida de cada uno se confunde en la misma lejanía con ‘el tiempo aquel’ de la fábula, ¡felices los que tuvieron pedagogía fabulosa!…
“Memoria, fiel enamorada que ha proseguido su viaje a través de las zonas diversas en que cosas y seres danzan”.[vii]
Interpretó Lydia al negro africano, con su fantasía animista, que trasmitía después a sus descendientes criollos, cubanos, poniendo un “compañero” en cada ser, en cada animal, en cada árbol, en cada montaña; en cada objeto que le rodeaba. Y a cada uno lo personificó gestualmente; además de reconocerle sus fuerzas patentes lo dotó de su potencia misteriosa y así convive con todos ellos. En las incontenibles efusiones de su emoción habla, canta, dialoga gesticulando con esos seres invisibles que le acompañan, y con la rebosante locuacidad que lo caracteriza.
Uno de los personajes que más influyó en la labor de Lydia fue José Antonio Ramos, quién, bajo la impronta de la época, escribe en 1936 Caniquí, obra que es un estudio de la psiconeurosis, una reconstrucción histórica colonial y el resumen de la vida de un esclavo trinitario.
Con el tiempo, Lydia se convirtió en pintora, historiadora, socióloga, etnóloga, antropóloga, psicóloga y filósofa, escrutaba los mensajes enigmáticos, intentando una comprensión del hombre en la sociedad y la religión. Su interpretación de la oralidad sitúa sus relatos mitológicos en el origen del camino del alma hasta el espíritu, en una marcha incontrolable del ser humano. Su narrativa es pura y, ante las críticas, declaró:
“Ha sido mi propósito ofrecer a los especialistas, con toda modestia y la mayor fidelidad, un material que no ha pasado por el filtro peligroso de la interpretación, y de enfrentarlos con los documentos vivos que he tenido la suerte de encontrar”. [viii]
Es fundamental esa erudición de espiritualidad en dos sabios de nuestra cultura mestiza: don Fernando Ortiz y Lydia Cabrera, que nacen y se reciclan en la poética de la imagen del negro y su rítmica, que han penetrado todas las manifestaciones del arte. Cuba se convirtió en patrón de la literatura oral, pero también de la escrita por negros, mulatos y blancos influidos desde muy temprano por las tradiciones de los esclavos y sus descendientes.
Su libro El Monte, definido por Enrique Labrador Ruiz [ix] como “profundo y misterioso”, ha sido el gran abrevadero de muchos intelectuales cubanos, tales son los casos de Samuel Feijóo con su obra El negro en la literatura folklórica de Cuba, y Gastón Baquero, una de nuestras voces mayores, con visos de posibilidad afirmativa y factor integrador de nacionalidad, en homenaje a Lydia Cabrera dedica su adaptación de poemas africanos: [x]
(…) En la obra de Lydia Cabrera hemos aprendido muchos cubanos a respetar y a comprender el aporte profundo, en el territorio del espíritu, de la cultura africana que algunos subdesarrollados mentales insistían en presentar como pura barbarie, negación de lo cristiano y abjuración de lo europeo y civilizado. Gracias a Lydia Cabrera sabemos hoy que lo cubano no es antiafricano como no es antiespañol. Los antis desaparecieron quemados por nuestro sol, desde el mismo siglo XVI, al borde del sepulcro de los indios. Y allí se dio el Fénix. Nació, en el crisol tenaz que fundía sangres y concepciones del universo, el nuevo hombre propio de la Isla, el cubano, aquel que por debajo de los diversos colores de su piel, tiene un alma común, una misma maravillosa manera mágica de recibir en su alma el peso del mundo….
Por su parte Boggs, profesor emérito de la Universidad de Miami, al referirse a su narrativa en Los animales en el folklore y la magia de Cuba, escribió:
“(…) ¿Qué son estos cuentos: recopilación de folklorista o creación de artista? Son en parte ambas cosas. Ella se identifica con sus informantes y absorbe sus materiales. No archiva sus datos en el diario de sus conquistas. Los rehace a su manera, imprimiendo en ella su propia personalidad, su ingenio agudo, cierto rasgo picaresco y malicioso, satírico y gracioso, ajustándolos al estilo de ella, con juego de palabras, metáforas, repetición, ritmo y rima, y hasta con uno que otro reflejo de tendencias corrientes entre los literatos de la época…”. [xi]
En este dominio del reino de las imaginaciones venidas del África, se destacan en la literatura grandes nombres como el de Lino Novás-Calvo, Rómulo Lachatañeré, Teodoro Díaz Fabelo, Ramón Guirao, entre tantos otros poetas que llegan al infinito, que divinizan lo inanimado, que avivan la naturaleza, que trasmutan la realidad de la mitología explorando todas las posibilidades del género; junto a ellos está nuestra Lydia Cabrera, a quien le debe tanto el estudio de la identidad nacional pues desfosiliza con gran maestría estas narraciones orales.
Ella, con el poder de quién preside una totalizadora oración ritual, imanta de posibilidades en su literatura a generaciones más jóvenes, tal es el caso de Miguel Barnet en Biografía de un cimarrón, o de Reynaldo González en Contradanzas y latigazos, en ambos casos, la palabra piensa, abraza al lector con indagaciones hasta alcanzar el disfrute. Además de ellos, existen otros lúcidos desmitificadores de esa oscura olla, en la que se recocinaban blancos y negros, donde “ambos aportaban y recibían, transformándose sometidos a una mezcla sintetizadora”. [xii]
Lydia Cabrera es una persona anticipada a su época, de imaginería poderosa, dueña de una sutileza de criatura fundacional, alguien que existe en un tiempo sin límites o en los dominios de una cosmogonía de orden fabuloso; es capaz de trascender y potenciar en nuestros días la creación de artistas como Eugenio Hernández, Armando Suárez del Villar y Roberto Blanco en el teatro; Sergio Giral, Manuel Octavio Gómez, Tomás Gutiérrez Alea y Humberto Solás, en el cine, como a tantos otros creadores y artistas de las artes escénicas cubanas.
Tiene razón Gastón Baquero cuando escribe: [xiii]
(…) la obra de esta mujer estudiosa, sencillísima, trabajadora en silencio, es, en el fondo y en la forma, una obra de auténtica poesía, de genuina creación. Tan de creación es su trabajo, que a primera vista parece simple recopilación mecánica de palabras, de costumbres, de narraciones populares. No se ve la mano de la autora. Y no es habitual advertir lo que de maestría hay en eso que pueda seguir pareciendo anónimo y absolutamente popular, de sabor puro, no mistificado, lo que en realidad ha pasado, y está recreado, a través de un escritor culto. Lo típico de un gran arte es que no se vea cómo está hecho.
El prodigio logrado por un León Frobenius al confeccionar El Decamerón negro lo ha logrado también, a la perfección, Lydia Cabrera al saber quitarse de en medio de lo que narra, confeccionándolo con tal sello de espontaneidad que el lector no ve nunca a la autora, sino que cree estar escuchando real y directamente la voz de una cultura africana, de un grupo humano poderosamente personalizado y auténtico, o de una conseja popular venida de la noche de los tiempos. En realidad, todo eso que disfruta es debido al arte dificilísimo de “impresionar a otros”, ser otros a fondo, que es el secreto de las grandes obras y de los grandes escritores.
El 19 de septiembre de 1991, a los 92 años y en el silencio de sus mpungus, orishas, nfumbis, con el olor del mar Caribe y el recuerdo de su Isla amada, se abandona en el sueño de la eternidad nuestra querida Lydia Cabrera.
Y Severo Sarduy nos da pruebas de lo divinal en fraterno maridaje de lo criollo con lo africano al escribir:
Aparece junto al río: Rumor de pulseras de oro./Un venado cruza el coro/ En el ámbar del estío/ ¡Espejos para el hastío!/ De la miel, la brilladera./ Girasol en la sopera/ Mulata de rompe y raja/ El sándalo la agasaja/ Lo dice Lydia Cabrera. [xiv]
Notas:
[i] Raimundo Cabrera Bosch (1852-1923) Escritor, periodista y abogado. Miembro de la Academia Cubana de la Historia, fundador de la revista Cuba y América; miembro de la Sociedad Económica Amigos del País.
[ii] García Lorca, Federico. Lorca por Lorca. Ediciones Huracán, La Habana, 1974. Pp. 186-187.
[iii]Siete cartas de Gabriela Mistral a Lydia Cabrera. Peninsular Printing Inc. Miami, Florida, 1980. Pág. 19
[iv] Diario de la Marina, 10 de agosto de 1955.
[v] Diario de la Marina, abril de 1959, “Un libro en la mano”.
[vi] Cabrera, Lydia. Páginas sueltas. Ediciones Universal, Miami, 1994. Pág. 60. En prólogo de Isabel Castellanos.
[vii] Zambrano, María. “Lydia Cabrera, poeta de la metamorfosis”. Revista Orígenes, La Habana, 1950, Año VII, No. 25.
[viii] Cabrera, Lydia. El Monte. Ediciones Universal, Col. Chicherekú, Miami, Florida, 1992. Pág. 8.
[ix] Bolívar Natalia y Natalia del Río. Lydia Cabrera en su laguna sagrada. Editorial Oriente, 2000. Pág. 155.
[x] Baquero, Gastón. Homenaje a Lydia Cabrera. Ediciones Universal, Miami, Florida, 1978. Pág. 14
[xi] Ibidem, Pág. 15
[xii] González, Reynaldo. Contradanzas y latigazos. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1983.
[xiii] Cabrera, Lydia. Páginas sueltas. Ediciones Universal, Miami, Florida, 1994. Pág. 60.
[xiv] Sarduy, Severo. Ochún. Tomado de: Un testigo perenne y delatado, precedido de un testigo fugaz y disfrazado. Ediciones Hiperón S.L., Madrid. s/f.
(Tomado de La Jiribilla/Cubadebate)
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