Muerte de Martí: La obra más vilipendiada de Esteban Valderrama
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Adscrita a la tendencia academicista de asunto histórico, La muerte de Martí en Dos Ríos fue concebida por Esteban Valderrama en el primer semestre de 1917. La obra fue blanco de la crítica, señalándole inexactitudes históricas y defectos de composición que poco o nada le restaban al lienzo. Tal fue la insistencia de la crítica, que el amor propio del joven pintor se sintió herido, lo suficiente, como para destruir la tela. Al correr de los años, ¿quién le iba a decir a Valderrama que su obra más vilipendiada sería la más recordada?
Entusiasmado, quizás, por la acogida que había tenido años atrás La muerte de Antonio Maceo (1908), del ya consagrado artista académico Armando Menocal, Valderrama se propuso reeditar el hecho, ahora con el tema de la muerte del Apóstol.
Sin referente visual alguno, como casi todas las obras académicas que abordaron el asunto histórico a inicios de la República, en esta su autor también partió del testimonio oral y escrito. Pero no tuvo igual suerte.
La obra fue blanco de la crítica, señalándole inexactitudes históricas y defectos de composición que poco o nada le restaban al lienzo. Tal fue la insistencia de la crítica, que el amor propio del joven pintor se sintió herido, lo suficiente, como para destruir la tela.
No obstante, quedaron tres imágenes de la pintura: una en blanco y negro aparecida en la portada de El Fígaro (3 de febrero de 1918), foto que se reimprimió semanas después en el número correspondiente al 24 de febrero, para ilustrar la entrevista que le hiciera el periodista Franco Varona al pintor, y una tricromía que reprodujo en su portada la revista Bohemia, de igual data que la anterior.
Desde entonces y durante todo el siglo, cuantas veces se quiso ilustrar en los más diversos medios de comunicación visual y audiovisual la caída en combate del Apóstol, se recurrió a la citada foto en blanco y negro de la obra de Valderrama. En cambio, muy pocas veces se reprodujo a color. La tricromía, en este caso, por ser la única versión a color de dicha pintura, no reflejaba con la calidad requerida la obra en cuestión, ya que la impresión con esta tecnología todavía se hacía a partir de una foto en blanco y negro; situación que sólo vino a superarse en la década del treinta, cuando se introdujo la transparencia o diapositiva a color.
Arturo Carricarte, quien vio la obra in situ, anotó: “No puede apreciarse en ella (en la tricromía) sino muy imperfectamente los méritos del original” (1). Habría, pues, que esperar la imagen digitalizada, para que la obra más señalada de este pintor académico, se pudiera rehacer para la historia del arte cubano, así como para la iconografía de asunto martiano.
Esta situación empezó a hacerse realidad a partir de 2002, cuando el que escribe estas líneas, llevado por la necesidad de reproducir a color el citado cuadro para su Antología visual: José Martí en la plástica cubana (Editorial Letras Cubanas, 2004), recurrió al fotógrafo y artista digital Guillermo Bello, quien de inmediato se entusiasmó con la idea.
Luego de digitalizar la comentada tricromía, surgieron las primeras dudas. La primera de todas, por ser la más evidente —y que sirvió de introducción a las restantes—, fue el color rosado con que aparecían representadas las nubes. Según la hora de la muerte de Martí: una de la tarde, aproximadamente, y de la fidelidad del artista al hecho histórico en cuestión, dicho color no debía de ser el del original.
El testimonio de Carricarte, aunque era de tener en cuenta, no explicaba las razones que lo habían llevado a sostener criterio tan rotundo sobre la imperfección de la tricromía. De ahí la importancia de la mencionada entrevista de El Fígaro. En ella, Valderrama precisa:
“Los asuntos históricos, si han de hacerse a conciencia, si han de ajustarse a la verdad, tal cual ella sea, no dan margen al artista para componer a su antojo. Pero como no es posible confundir una obra histórica con una puramente decorativa, en la que el pintor puede hacer gala de su fantasía, no me descorazonaba y seguía laborando” (2). “¿Y los obstáculos?”, pregunta el periodista. “El primero y más poderoso ha sido la sencillez del asunto —responde Valderrama—, por el número tan reducido de personajes y por el poco aparato —por decirlo así— del mismo suceso, tal como me lo narraron los testigos más autorizados que estuvieron en la acción memorable (ya que nadie, salvo Ángel de la Guardia, muerto hace algunos años, pudo ver morir a Martí).
Y prosigue el pintor: “Para hacer mi cuadro me documenté todo cuanto me fue posible. Fui al mismo lugar donde cayó el héroe. Fui a Bayamo recomendado debidamente al coronel Lores, quien puso a mi disposición dos hombres para que me acompañaran a caballo desde Jiguaní hasta Dos Ríos. La travesía fue penosa, pues estuvimos tres o cuatro horas galopando sin cesar. Por fin, atravesamos el Contramaestre, por el mismo lugar que lo hiciera Martí... Al andar yo por aquellos lugares históricos me llenaba el pecho de emoción... Llegamos. Estudié el paisaje; hice un apunte del lugar y procuré clavar en la memoria toda la sencillez de aquel emocionante panorama. En todo el paisaje que sirvió de fondo a la tragedia, no hay un detalle que salve al artista y le dé un motivo ‘pictórico’; todo es sencillo, vago, de color humilde, sin grandes contrastes, sin rarezas ni extravagancias efectistas de tanta necesidad para la pintura moderna decorativa. Y fiel al aspecto de la naturaleza en aquellos lugares, la sentí y la trasladé al lienzo sin la vana pretensión de “corregirla” ni la idea del recurso siempre falso de ‘contrastarla’” (3) (4).
Lo expuesto por Valderrama se verifica en una de las fotografías que ilustran la entrevista, donde se le ve con capote militar sobre su cabalgadura en medio de una vegetación rala, poco atractiva, incapaz de darle un motivo “pictórico” —como bien él dice—, tal cual la representó en la pintura.
Otro testimonio de interés es el de Billiken (seudónimo de Félix Callejas), en su sección “Arreglando el mundo”, del periódico El Mundo, en el que si bien se presenta como un periodista no especializado en arte, fue lo suficientemente sagaz como para advertir el propósito del pintor, cuando afirma: “Todo parece indicar que estas (las críticas) giraron en torno a que el artista, devoto de la realidad, no buscó precisamente el efecto agradable y fácil, sino que, sacrificando tal vez su propio gusto artístico, presentó el personaje de su obra tal como su mente analítica lo concibió en el momento enorme y doloroso de darle a Cuba la ofrenda de su vida”. (5)
En un momento de la entrevista hecha al pintor, este afirma, “de lo sencillo en lo natural se prescinde y se desprecia” (6). Y, justamente, esto fue lo que no hizo Valderrama, ni prescindió ni despreció la sencillez de la naturaleza de Dos Ríos.
Su obra, por ser de reconstrucción histórica, más dictada por el cerebro que por la sensibilidad, fue demasiado verista para los criterios dominantes en la pintura cubana del momento. Esto explica que ni siquiera un crítico poco conservador como Bernardo G. Barros, pasara por alto este aspecto de la pintura, al señalarle “poco horizonte, naturaleza bravía pero mal interpretada en lo que a la perspectiva se refiere y que por ello hace el efecto de un telón cercano —demasiado cercano— a las figuras del drama”. (7)
El cuerpo de Martí impactado, ya sin control de la cabalgadura, debió ser una imagen molesta para una crítica y un público que aspiraba a ver algo más “clásico”, esto es, más idealizado, en correspondencia con el “supuesto” respeto que hacia la imagen del Apóstol debía de tenerse en el primer óleo que abordaba el tema. (Compárese si no, con el estatismo que rige en La muerte de Maceo, de Armando Menocal, cuya composición, dicho sea al paso, es una apropiación del Descendimiento de Cristo, del Tiziano.) A lo que se sumó, cual colofón de los prejuicios dominantes en el género, el tratamiento de la cabeza del Apóstol, y el ademán elegido por el artista para representar el trágico momento. “Cabeza de caja de fósforos”, fue uno de los tantos calificativos que recibió. Mientras Barros definía la mano en el pecho, como una actitud “de ópera lírica” (8).
A simple vista, es evidente que la cabeza de Martí se ve un tanto más grande que lo normal en relación con el cuerpo sedente; pero, a nuestro juicio, ello está dado por el gran formato y el referente elegido por el pintor para su representación. El formato, superior a los dos por dos metros y medio, obligó a Valderrama a darle una dimensión un poco mayor de la que reclamaba la escala, para que resaltara lo que, a todas luces, era el centro visual del cuadro: la frente de un hombre que en versos proféticos había querido morir “de cara al sol”. En cuanto al referente: la única foto de Martí, solo y de cuerpo entero (Jamaica, 1892), se aprecia parecida desproporción. Las otras obras de asunto martiano del autor que siguieron a La muerte de Martí en Dos Ríos, a saber, los retratos para el Palacio Nacional de México y el Liceo de Guanabacoa, ambos de 1945, y el de 1951 (en la actualidad en el Centro de Estudios Martianos de La Habana), también tuvieron por referente la comentada foto. Sólo que, en estos tres últimos retratos, Valderrama representó al Apóstol de medio cuerpo y recontextualizado en ámbitos nada dramáticos: los dos primeros, bajo un palmar; el tercero, al lado de un escritorio.
Por último, es de destacar la omisión del rostro de Ángel de la Guardia, la cual se justifica con su caída del caballo. Es de inferir que Valderrama no poseía testimonio visual alguno sobre el joven mambí, como ya se dijo, muerto poco antes de la investigación que realizara el pintor con vista al proyectado óleo, por lo que este recurso le ahorró cualquier interpretación al respecto, así como el riesgo de faltarle a la verdad histórica que se propuso en relación con el hecho recreado.
Si tenemos presente que por estos años la norma culta de la visualidad de la población cubana y mundial se relacionaba con las obras de la pintura renacentista, barroca y neoclásica, con las de una fotografía en su mayor parte posada y no menos idealizada, y con las imágenes grabadas (xilografías, calcografías, litografías, fotograbados), que, a manera de transcripciones de los modelos brindados por la pintura y la fotografía, eran reproducidas por las publicaciones periódicas y las revistas de arte y literatura, está claro que el lienzo de Valderrama no se aviniera con la cultura visual del momento.
Amén del tema como tal, donde la imagen de Martí —idealizada por el pueblo— nunca se había concebido en postura tan dramática. Téngase presente, además, que hoy día nacemos con un legado visual y audiovisual en demasía enriquecido por el cine, la televisión y el video, en los cuales posturas como la concebida por nuestro artista para representar la muerte de Martí, se dan a diario por decenas, sin que por ello se sienta rechazo alguno, debido a la evolución que ha operado en la sensibilidad de los receptores, como consecuencia de tales condicionamientos mediáticos. Pero a principios del siglo pasado no sucedía así.
Incluso, los filmes silentes que por entonces abordaron la temática del oeste norteamericano —generalmente, considerados los más violentos de la época—, tenían por regla que sus actores, heridos o muertos, cayeran con cierta “elegancia”. Y treinta años atrás, cuando la fotografía experimental captó las primeras imágenes de personas caminando, nadie daba crédito que la planta del pie, en un momento de la marcha, quedara casi de frente, luego de decenas de siglos de representaciones pictóricas donde se plasmaba visto de perfil (Egipto, Mesopotamia) o desde arriba.
Pero si el “verismo” de Valderrama, por llamarlo de alguna forma, le atrajo el ataque de la crítica y de una parte del público conocedor, ese mismo verismo contribuyó a que años más tarde esta obra deviniera emblemática del hecho histórico apuntado. A lo que no menos contribuyó la foto en blanco y negro de la portada de El Fígaro. El valor testimonial de la fotografía, por entonces, en pleno auge, hizo de su imagen criterio último de la verdad.
A falta de un testimonio fotográfico de la caída en combate de Martí, el fotograbado en blanco y negro de la obra de Valderrama, reproducido en periódicos, revistas y libros de texto, terminó por identificarse como la foto del señalado hecho.
Parece que el pintor no llegó a reponerse del ataque o concluyó por darle la razón a la crítica —con criterios estéticos parecidos a los de él—, ya que nunca más abordó el tema de la muerte del Apóstol. A partir de entonces, cada vez que volvió a interpretar el icono, lo hizo como retrato pictórico, género en el que sus contemporáneos siempre lo reconocieron como un virtuoso.
Tan es así, que en un artículo sobre el Salón de Bellas Artes de 1920, aparecido en la revista Social de febrero del mismo año, y que firman varios, se lee: “Valderrama se presenta con Dura Tierra, cuya tela nos parece muy inferior a sus admirables retratos al pastel. A pesar de esto, creemos que Dura Tierra es un paso de avance del artista, si recordamos su infortunada Muerte del Apóstol”. Sin comentarios.
El trabajo de reconstrucción digital aún no ha concluido. Pero lo hecho hasta hoy, permite augurar un feliz término. ¿Quién le iba a decir a Esteban Valderrama, que su obra más vilipendiada fuera la más recordada?
Pero, sobre todo, que ella se empiece a recuperar para la cultura visual cubana a partir de una tecnología que ni en sueños pudo imaginar su conservadora imaginación. Dos buenas paradojas en una, para que La muerte de Martí en Dos Ríos, sea un cuadro para recordar.
* El presente trabajo es parte de uno mayor correspondiente al libro Martí, comunicador visual, en proceso de edición.
Notas:
(1) Arturo Carricarte. Ob. cit. lám. 49.
(2) Franco M. Varona. “La génesis de un cuadro notable”, El Fígaro, La Habana, 24 de febrero de 1918, p.240, que se reproduce en este mismo número en la sección Entrevista.
(3) El subrayado es del autor.
(4) Ibíd.
(5) Félix Callejas (Billiken). “Arreglando el mundo”. El Mundo, febrero de 1918.
(6) Franco M. Varona. Ob. cit., p. 241.
(7) Bernardo G. Barros. “Salón de Bellas Artes de 1918”. Revista de Bellas Artes, La Habana, eneromarzo, 1918, p. 12.
(8) Ibíd. En 1945, el pintor Jorge Arche concibió su retrato de Martí, en el que lo representó de guayabera y con la mano en el pecho, presumiblemente, inspirado en el óleo El caballero de la mano en el pecho, de El Greco. Sobre el ademán que le da título a este cuadro, mucho se ha escrito desde su realización en 1578 hasta la fecha. Aquí, sólo recogemos dos versiones: una religiosa y otra profana. La primera lo relaciona con un pasaje de los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola: “Cada vez que caemos en pecado […] llevar la mano al pecho”; la segunda, en cambio, cree ver una personificación de la caballerosidad castellana de su tiempo. Es probable, que el referente primero por el cual Arche llegó a reparar en la citada obra de El Greco, fuera el estudiado cuadro de Valderrama, aun con la crítica adversa que le hizo Barros. (N. del A.)
(Fuente: librinsula/ Por Jorge R. Bermúdez*)
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