EL ASESINO QUE ME TUVO ENTRE SUS MANOS
Por Mercedes Rodríguez García
17/10/2010 11:56:23
Si de indignidades, agravios y deshonor se trata, Villa Clara, San Juan de los Yeras, Samuel Feijoo y yo, figuraríamos por estos días en el top de una lista de ofensas y abominables actos, por esas desgraciadas historicidades y vergonzosos privilegios que nos vinculan a un personaje siniestro, homenajeado por estos días en Miami, desde donde anunció que en unas pocas semanas estarán a la venta sus memorias, en las que esperamos no figurar dado lo distante que deben figurar en su satánica y cavernosa testa aquellos tiempos de cubano.
Se trata nada más y nada menos que de Orlando Bosch Ávila, malnacido en la pintoresca localidad villaclareña, terruño también del insigne escritor, pintor y folklorista. En lo que a mí respecta, la historia se vincula a la casa No. 113 de la calle Cuba, entre Síndico y Nazareno, en Santa Clara, alquilada en una época por Bosch quien también tuviera su consultorio más conocido en la calle San Mateo, entre Esquerra y Zayas. Al cabo de los años la primera resultó mi hogar por más de una década.
A contrapelo de lo expresado al connotado terrorista durante un reciente homenaje en el llamado «Instituto de la Memoria Histórica Cubana contra el Totalitarismo», por aquí nadie lo quiere. Y si se recuerda al hijo de Miguel Ángel y Rosa, malavenido al mundo el 18 de agosto de 1925, es por su abultado y harto conocido currículo de contusiones morales y materiales causadas sus coterráneos.
Me sobrecoge haber estado de pequeña entre sus pacientes temporales, cuando por una razón o por otra se ausentaba el doctor Onelio Fleites Díaz, pediatra de cabecera de la grey familiar, y hermano de Silvio, dentista, miembro de la Resistencia Cívica, muerto por una bala escapada, durante la batalla de Santa Clara.
Nunca había escrito una sola línea al respecto porque no me gusta escribir sobre lo que no me gusta. Y tal es el caso, tanto por el quien como por el como y donde. Es decir, el personaje, sus exámenes médicos, y el inmueble que habité desde finales de 1980 hasta 1997, y que —según me contaron los vecinos más antiguos de esa cuadra—de consultorio privado tenía poco, ya que con frecuencia lo utilizaba para llevar a sus ¿amantes? ¡Amantes!, deben haber sido bien pocas a juzgar por la halitosis que le provocaba por una úlcera gástrica y los gases infectos de sus pedos furtivos.
Nos mudamos para aquella casona muy a disgusto ya que siempre he preferido los apartamentos. Pero ante la decisión de mi tío, el dueño, no quedó otro remedio que, sin haber visto siquiera la futura vivienda, recoger los bártulos de ahora para ahorita y subirlos al camión. Mi esposo, mis dos hijos y yo, nos fuimos caminando con varias cajas y maletines acuesta, pues apenas distaban 300 metros entre una y otra.
En cuanto traspasé el umbral de la nueva residencia fue como si me clavaran dardos en la garganta. Y digo garganta porque era esa cavidad donde por más tiempo hurgaba el doctor Bosch.
EN MANOS DEL ASESINO: UNO
Alguna vez allí, otra en San Mateo o en la Clínica del Maestro, siempre retendré —como el de un cíclope— su ojo derecho escudriñándome tras el agujero del refractor metálico asido a su cabezota. De igual modo, aquel depresor que, sin cuidado ni misericordia alguna, mantengo la sensación que hundía entre el velo del paladar la entrada del esófago y la laringe.
Lo mismo me sucede cuando evoco la inspección que hacía a mis oídos, y sus manazas atenazaban —una mi cabeza, y la otra, mi barbilla— girándolas a su gusto, como suelo hacer la lámpara de mi escritorio. Una y otra vez, hasta provocarme dolor en la nuca. Ahora me sobresalto al pensar que literalmente hablando, ¡estaba en manos de un asesino!
Después me pasaba por el fluoroscopio a través del cual observaba mi interior. Entonces no se encimaba tanto como para asfixiarme con sus nauseabundos vahos bucales o silenciosas eclosiones intestinales escapadas por el inmundo agujero excretor trasero.
En la oscuridad de la habitación, con un peto plomado a modo de delantal, Bosch se me antojaba uno de aquellos robots de pila de mi hermano, con pistola láser disparando todo el tiempo… ¡gases inhalantes! La maniobra duraba unos cinco minutos. Al concluirla prendía la luz, se sacaba de un tirón la coraza protectora y le decía a mi tía:
«Teresa, la niña no tiene nada, solo una amigdalitis pasajera. Píquele hielo en trocitos y déselos a chupar, si le da fiebre habrá que inyectarle antibióticos». Dos días o tres días me ingresaron en la clínica Santa Clara, con una laringitis aguda complicada con neumonía.
EN MANO DEL ASESINO: DOS
Otra anécdota que desgraciadamente me vincula a uno de los autores intelectuales de la voladura de un avión civil cubano, que costó la en 1976 a 73 personas, es la siguiente:
Yo tenía fiebre muy alta y deliraba. Me habían friccionado todo el cuerpo con alcohol antipirético, pero descendía a 30 ºC. El doctor Onelio se encontraba en La Habana, y otros recomendados no aparecían por ninguna parte. Ante la urgencia, mi abuela localizó a Bosch por teléfono. Primero se negó, pero como su hija Ileana —o sobrina, no recuerdo bien—estudiaba conmigo en Las Teresianas, aceptó.
Como su Pontiac ya estaba aparcado en el garaje, pidió que lo fueran a buscar. Entonces mi tía alquiló un auto y lo fue recoger a su chalet de la carretera Central, relativamente cercano y al frente del tostadero de café, según hoy trato de hacer memoria.
Ya la fiebre había cedido por lo que me sacaron de mi cama y me pasaron —en busca de mayor claridad— para la de mi tía Mary, dependiente de la juguetería El Fuego y ferviente fidelista colaboradora del M-26-7. De las cuatro hermanas de mi padre con las que me crié, fue la única que se atrevió a desafiar a los sicarios de Batista y, en este caso, a violentar las férreas disposiciones del orden de las cosas reinante en la casa… Así que, ¡porque sí!, cambió la imagen de la Purísima Concepción que tenía en un cuadro por una de Fidel. Según la escuchaba defenderse —y luego yo repetía para mortificar a mi abuela—, «porque, mamá, de santa a santo, me quedo con el manto».
Pues aquella vez —la última que me auscultó— Orlando Bosch no demoró mucho en dar el dictamen, gracias a Dios, sin hurgarme en profundidad, pues estaban tan inflamadas y purulentas que se hallaban las amígdalas, solo recomendó a mi abuela: «No pierdan tiempo, Mercedes, y llévenla para la clínica, porque no la puedo pasar por el fluoroscopio y va y se complica otra vez. De inmediato vamos a empezar con penicilina».
No sé si al imaginarme los pinchazos que vendrían o porque aún estuviera a tiempo de girarme la cabeza como un tornillo, me senté como muelle, lista para echar a correr. Fue tan brusca mi reacción que con un pie le tumbé el estetoscopio que ya enrollaba con la diestra en la siniestra.
Del mismo modo que pudiera enfrentarse a una pared de concreto la barrena de tungsteno de un taladrado eléctrico, sentí su mirada corriéndome de arriba abajo. Como si me hubiera mordido una serpiente venenosa quedé paralizada, observándole con el rabillo del ojo mientras acomodaba la pluma de fuente, junto a otras que traía en el bolsillo de la camisa, y buscaba alrededor la chaqueta del traje.
Fue en ese carrusel orbital que topó con el cuadro de Fidel —creo que lo miró como a mí minutos antes—, dio hacia la puerta que daba a la sala y, girando en seco, sin pronunciar palabra, retrocedió hasta la imagen, se le paró enfrente, sacó la estilográfica, le quitó la tapa y con rabia o frenesí trató de dibujar una ¿herida? en la cara del líder, pero el cristal no se lo permitió. Apenas quedó un hilillo discontinuo y caliginoso que en segundos disipó el aire frío que entraba por la ventana.
Años después me tía Mary me explicaría al gesto de odio extremo que llevó a la familia a despreciar hasta los últimos días de cada una de ellas al doctor Orlando Bosch Ávila. También me ratificaría las palabras que pronunció luego de aquel intento «ensayo gráfico» fallido para eliminar a Fidel Castro: «Hace rato que bebías estar muerto, cabrón».
DEL «SANTO», DEL «MANTO» Y DEL DIABLO
Los recuerdos de la foto son borrosos y no tengo ni idea a dónde fue a parar el cuadro. Pudiera tratarse de alguna copia rústica del reportaje que publicara Mathews en su encuentro con Fidel en la finca «El Chorro», en las cercanías de la Sierra, el 17 de febrero de 1957, y demostrar que el líder rebelde no había muerto en combate como repetían los batistianos para desmotivar la revolución.
Tal vez recortada de la entrevista de Bigart, publicada en The New York Times el 23 de Marzo de 1958, o de alguno de los tres primeros números que Paris-Match publica sobre Sierra Maestra, fechados el 8 de marzo, y el 12 y 19 de abril1958. Mi padre, que murió en noviembre de 1995, afirmaba que se trataba de la edición de una copia de la que acompañaba la edición clandestina del alegato pronunciado por Fidel en el juicio del Moncada, el 16 de octubre de 1953, conocido como La Historia me Absolverá.
Con la misma edad que Fidel Castro Bosch ha jurado repetiría todo lo que ha hecho por acabar con el líder de la revolución cubana, asunto en que el tiro le ha salido por la culata al «brillante» especialista en Pediatría, ex interno del Hospital Infantil de La Habana, ex médico interno del Toledo Hospital, Ohio, USA, y ex médico residente en Pediatría del St. Joseph Hospital, Tennesse, como se anunciaba en sus días santaclareños.
Con un cargadito dossier de acciones terroristas, de nuevo Orlando Boch Dávila disfrutó los aplausos de los exiliados cubanos más recalcitrantes que acudieron el pasado 12 de octubre a la Casa Bacardí, también en Miami. Entre el público ocuparon primera fila conocidos terroristas y los «historiadores» Enrique Ros, Enrique Encinosa y Agustín Alles.
Enrique Ros es el padre de la congresista de origen cubano Ileana Ros-Lehtinen, participación en el intento de secuestro del niño Elián González; Agustín Alles Soberón, ex director de noticias de la apócrifa Radio Martí, dirigida contra Cuba, y Enrique Encinosa, de «La voz de la resistencia», una emisora de radio clandestina que promovía acciones terroristas en Cuba desde Centroamérica, vinculada a Luis Posada Carriles, el otro autor intelectual del sabotaje contra el avión cubano.
MEMORIAS RETOCIDAS
Las memorias de Orlando Bosch deberán ser muy interesantes, sobre todo si ha salido transfiguradas por de su mente retorcida, y el histrionismo propio de su personalidad egocentrista.
Nada ha cambiado este personaje desde que abandonó Cuba dejando a su paso por Santa Clara una estela de diagnósticos confusos, un paciente inválido, ciertos anuncios clasificados que incluían los horarios de atención a enfermos y el teléfono del consultorio, y un oportunista comentario publicado en la edición del 14 de septiembre de 1955 del vespertino «El Villareño», titulado «El parasitismo cunde en la población infantil pobre en más de un 100 %».
Dice en un de sus párrafos: «Creo que la creación de un hospital Infantil en Las Villas, más que una necesidad, es una medida de urgencia, pues muchos son los niños pobres que mueren en nuestra Sala del Hospital San Juan de Dios, por llegar allí en condiciones tan depauperadas, que todas las medicinas que se emplean son inútiles. Si esos niños hubieran tenido medicina a tiempo sus vidas hubieran sido salvadas».
A juicio del colega, periodista e investigador, Luis Machado Ordetx, el «talentoso» médico, devenido años connotado terrorista, y por entonces director del Dispensario Infantil del Club de Leones de Santa Clara, tramaba para sí un puesto ventajoso como especialista y administrativo de alta jerarquía en la futura clínica ONDI (actual hospital José Luis Miranda), que construirían, a propuesta de Marta Fernández Miranda de Batista la esposa del presidente de facto de Cuba, Fulgencio Batista Zaldívar, a un costo de 800 mil pesos.(Ver artículo «Posada Carriles, Terrorista protegido por Estados Unidos»)
Investigaciones realizadas en 1978 por la Comisión Permanente del Comité de Asesinatos de la Cámara de Representantes de Estados Unidos confirman que Bosch fue reclutado por la CIA desde 1960, pero desde los primeros meses de 1959 ya conspiraba contra la Revolución.
A mediados de 1960, período en que Bosch se atribuye falsamente una larga y destacada participación como cabecilla de una banda de alzados en el Escambray, integrada por asesinos como Sinesio Walsh y Porfirio Ramírez, abandona los campamentos para dirigirse a Miami, con el fin de recabar dinero y armas, no regresando más al país.
El galeno de San Juan de los Yeras fue toda su vida un marrullero capaz de engañar a quienes lo eligieron subcoordinador del M-26-7 en Las Villas, y para lo cual le valieron sus antecedentes al frente de la Asociación del Instituto, la Federación Estudiantil Villareña y la FEU en la Escuela de Medicina. Pero, según Enrique Oltuski, en su libro «Gente del Llano», Bosch Ávila no participó en la reunión del Movimiento 26 de Julio, y por tanto, por tratarse en esa ocasión de un oportunista, se autotituló en el cargo.
Supongo que en sus memorias retorcidas descarte este capítulo villaclareño, y con la omisión, olvidemos la indignidad, los agravios y el deshonor que por esas desgraciadas historicidades y vergonzosos privilegios, nos vinculan a tan abominable y siniestro personaje.
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