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LA TECLA CON CAFÉ

El verdadero color de American Beauty

El verdadero color de American Beauty Por Mercedes Rodríguez García

“No todo es color de rosas”. Así acudimos los cubanos al refranero español  cuando queremos resumir que la vida tiene sus contrariedades o que, las cosas no resultan tal y como nos la han pintado.  

De este modo puede interpretarse -en cuanto a título- el film Belleza Americana, una paradoja a través de la cual se muestra la otra cara -la fea por supuesto- de esa americen beauty, especie e neón deslumbrante en cuyo reverso e esconden as miserias humanas e una sociedad que se alimenta e sueños -¡claro!, americen dream!- del -¡off course: americen way of life, too!

Con una factura a la que pueden sacársele contados lunares, la película del realizador Sam Méndez, se apoya en el excelente guión de Alan Boll, quien ha sabido llevar muy bien de la mano la evolución de los personajes en sus denodados afanes por abandonar a toda costa esas pobredades que suelen embellecer para, de alguna manera, evadir la cruel realidad interior que los ahoga y agobia. 

Yace aquí el desarrollo de los conflictos individuales, que tienen lugar al mismo ritmo de la quimera del crecimiento sin límites, el enriquecimiento instantáneo, la libertad sin control gubernamental, la corporación como gran tutora, el gasto sin impuestos y el exceso como norma y fin, de un sistema que promueven sin límites los mass media estadounidense.

Incuestionable el nivel de eficiencia de esta cinta que aborda la relación de un matrimonio, su desintegración paulatina y, finalmente, el drama en el que desembocan  sus actitudes, unas veces tratando de escapar, y otras, de entrar al laberinto tamizado de puertas abiertas, tapiadas y semitapiadas, en un esfuerzo volitivo de salvación.

Narrada en primera persona por el actor Kevin Spacey en el rol de Lester Brihman, marido de Carolyn, y padre de Jane, el film va jugando con las emociones del espectador, que queda atrapado desde los inicios en una trama donde se conjugan con eficacia puntos de máxima concentración emocional y de relajamiento total.

Con un nivel de síntesis y economía de recursos, y los bien empleados códigos y subcódigos del género, van debelándose -y relevándose- desde las primeras imágenes los conflictos individuales del triángulo base (Lester-Jane-Carolyn); un hombre frustrado que confiesa hallar en la masturbación “su único gran momento del día”; una hija que, igualmente, necesita “un papá que sea un buen ejemplo”; y una esposa adúltera, tan fracasada como su compañero y para quien la apariencia del vivir resulta obsesionante en sus afanes egocéntricos y consumistas, típicos del patrón norteamericano de vida, especie de status quo del que no pueden escapar el resto de los miembros de esa sociedad y, por supuesto, de los personajes del film.

A partir de allí Belleza americana va engarzando los conflictos como perlas en un collar que terminará asfixiando a cada cual, según sus identidades psicológicas y morales, magistralmente encarnadas por los actores y diseñadas a partir de las carencias constitutivas, es decir, aquello que no tienen y desean recuperar.

La trama, subordinada a los personajes, hace de este un material cinematográfico que escapa de las fórmulas de Hollywood. Incluso, el elemento sorpresa se encuentra condicionado al resto de los recursos o elementos que dan coherencia a la historia, pero además, al discurso narrativo, lo cual le confiere homegeneidad y consistencia dramáticas.

En las subtramas se acentúan los conflictos que, en sumatoria equilátera, van añadiéndose a esta historia en la que alternan momentos de crisis y de clímax de unas y otras, a partir de un esquema narrativo clásico del cine, pero escrito con autonomía, manifiesta esta última en la caracterización, acciones, y, sobre todo, en los diálogos de los personajes, que cobran vida en la medida que aparecen dentro de la diégesis como motor de sus propias decisiones y como artífices de sus propios parlamentos. 

En el guión de Boll los conflictos individuales y colectivos aparecen fraccionados, técnica de montaje paralelo con la que la cinta gana en dinámica, gracias a las bien escogidos tomas de cámara (primer plano-plano detalle-abierto-cerrado-plano general) que acentúan o atenúan la transtextualidad del mensaje constitutivo, a partir de la descodificación de las imágenes (espacial-gestual-escenográfica-lumínica) y del tiempo elíptico, definido y medible, en el que progresa la acción y se afianzan sus unidades componentes. 

De ese modo, el esquema utilizado por Boll funciona de maravilla al controlar la velocidad de los cambios que se operan en las situaciones y personajes.

Tal dosificación proporciona graduar las transiciones características de cualquier historia (exposición-ascenso-choque-clímax) hasta alcanzar la máxima carga emocional. Entonces ocurre lo citado por Howard: el tiempo se aumenta, los clímax subordinados son más intensos y están más estrechamente agrupados, y la acción entre los puntos culminantes se acorta. 

Nos encontramos, pues, ante una película en la cual, con inteligencia y sutileza -previsibilidad en algunos caracteres y su desenlace- el realizador San Méndez se las ingenia para, de manera nada convencional, darle vida a la propuesta escrita dentro de una diégesis sustanciosa, en la que también -y tan bien- juegan la fotografía de Conrad Halll y la banda sonora, un empaste de expresivas canciones del pop, cuya apoyatura sugiere –o complementa- las acciones en torno al tema central: la desintegración de una familia y la pérdida de valores en el contexto donde esta se desarrolla, y que la cámara descubre prácticamente desde el inicio, cuando, desde lo alto, el engañoso esplendor de un típico residencial de la clase que lo habita, o cuando también desde arriba y al centro del objetivo, nos muestra a Jane en el lecho que comparte con Ricky, otro adolescente, que halla en la comercialización de la droga un modo fácil, rápido e inescrupuloso, degradante –pero funcional- de “ganarse” grandes sumas de dinero, con el cual satisfacer su aficción al vídeo. 

Y aquí nos enfrentamos  a un nuevo personaje, cuyo conflicto se integrará rápidamente a uno de los lados del triángulo ya enunciado, y que Karpman utiliza a la hora de esquematizar los roles activos que representan los reveses emocionales, de modo que en cada posición se vincula con el guión de vida en la medida en que cada individuo ocupa una posición preferencial durante el transcurso de su existencia. En este sentido –escribe- “la posición preferente del personaje en el triángulo es uno de los datos que se requieren para configurar sus respectivos guiones de vida”. Para Karpman el cambio de posición en el triángulo “garantiza el predominio del cambio de situaciones”.

Ricky es hijo de un militar autoritario y reprimido, y de una madre infeliz -y esposa sumisa- introvertida fugada dentro de sí misma a causa de la mezquindad que la rodea y ante la cual es incapaz de pronunciar palabras ni asumir actitudes contrarias al patrón de convivencia impuesto por su marido, clásico ejemplar del neofascismo. Este hombre, cruel, intolerante y violento para con su familia, -pero sobre todo con el muchacho- descarga su impotencia contra el indefenso Ricky, de quien sospecha tendencias homosexuales, descartadas al final del filme cuando descubrimos que tras su actitud extremista de absoluta masculinidad, se esconde el verdadero yo, ese que cree yace en el hijo, que duerme dentro de él, y que, una vez despierto, desemboca en el crimen.
                             

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