Mi Martí: diverso y eterno
miércoles, 27 de enero de 2021
9:25:56 pm
Martí dibujado, aprendido, heredado desde que era niña, ¡muy niña! Martí necesario, imprescindible, entrañable, avizor. Es mi Martí. El que me va por dentro, resguardo y defiendo.
Por Mercedes Rodríguez García
El primer Martí me llegó de niña, ¡muy niña!, junto con una caja de 24 colores: «Para Mercy, duran toda una vida, cuídalos». Así decía la tarjeta que —con exquisita grafía— colocó dentro de un sobre adjunto mi tía Olga, por entonces maestra rural en Sagua la Chica. Leí machaconamente, como leen los niños cuando están aprendiendo.
Una segunda recomendación —tan dulce como autoritaria— me daría de inmediato con la misma voz autócrata: «Aquí tienes una hoja de papel, dibújame al Apóstol de la independencia de Cuba». «Pero ¿ahora mismo, tía?», le pregunté con el tono más fastidioso que recuerdo. «Sí, ahora mismo; ven, vamos a sentarnos a la mesa».
Sentí deseos de devolverle aquel precioso estuche que me hubiera gustado estrenar tirada en el piso, coloreando cuando tuviera deseos, pintando lo que me viniera en ganas. Pero obedecí. Y salió él, desproporcionado y bigotudo, en medio de un jardín con flores y mariposas.
Mi segundo Martí vino en un libro: La Edad de Oro, regalo también de otra tía, Mary, dependienta en una tienda de ropa, el día de mi quinto cumpleaños, y con una sola condición: «Es para ti, para tu prima y tu hermano». De modo que el ejemplar permaneció siempre al alcance de ellos y, además, de los amiguitos del barrio que venían por las tardes a jugar a la escuelita, en la cual invariablemente yo hacía de maestra.
Mi tercer Martí fue rojo y dorado, impreso en un diploma. Me lo gané cursando el sexto grado, cuando en el primer semestre de clases salí Alumna Vanguardia del grupo de la señorita Georgina Irastorza.
El cuarto lo compré en una quincalla: un cuadrito de pequeño formato, por solo 50 centavos. Los había de Maceo, Céspedes, Agramonte, Gómez, La Caridad, San Lázaro, Santa Bárbara, Mickey Mouse, Pato Donald, Lassie, Rin TinTin; pero el dinero solo alcanzaba para uno.
Sin embargo, el que más recuerdo me lo dejó Martica, mi compañera de secundaria, cuando se fue de Cuba y nos despedimos en la plaza del mercado, que en menos de un año sería Coppelia. Lo colgué en la sala y allí estuvo hasta que una foto de Camilo ocupó su lugar debajo del cristal. Mi madre la cambió, decía que ya había muchos «Martí en la casa»;y mi padre, que hacían falta más «Martí en la calle».
El sexto, en papel cromo, a todo color, lo compré en la entonces recién estrenada librería Pepe Medina. Ya estudiaba en el preuniversitario Osvaldo Herrera, y muy pocos entendían mis desafueros por The Beatles, que para la «gran cátedra» no era más que una banda diversionista, y nada tenía que ver con el idioma que el profesor Mauro me repasaba en «secreto» con ejemplos extraídos de Mister Postman, Yellow River, Sgt. Pepper’s o Lady Madonna.
Ese, mi Martí más lindo, el de Jorge Arche —paisaje rural de fondo—, vestía de guayabera.Y como El sagrado corazón de Jesús en eso de llevar la mano al pecho, resultaba a mi ojo
—afinado por la pintora Aida Ida Morales en sus clases de Artes Visuales— un Martí icónico, sublimado: el de «con los pobres de la tierra», el de «con todos y para el bien de todos», el que años después, en la Universidad, me revelara como un Martí germinal el doctor Ordenel Heredia.
Otro Martí, de busto en bronce, estaba en casa, en posesión de mi abuelo, antes de yo nacer, calzando adeudos sobre el aparador. Un día desapareció y apareció luego en una caja, entre sus cosas de muerto. Pasó a mi padre que lo cedió por derecho justo a su hermana, la maestra, que lo llevó a su escuela, en la campiña.
Martí volvió. Lo trajo un día —ya jubilada—, chamuscado. «Fue lo único que no se quemó cuando los casquitos prendieron fuego al cañaveral del fondo», me dijo colocándolo entre mis manos. Lo limpié con agua, detergente y zumo de limón. Apenas le quedó la pátina del tiempo. Desde el librero vio crecer a mis niños, disfrutó mis fiestas, mis lutos, mis desvelos nocturnos apremiada por el cierre.
Ese ha sido mi Martí más íntimo y valiente. Fundacional, vigiló una década la casa de mi hijo, los pasos de mi nieta. Ahora, en tierra oriental del Cono Sur —donde fuera cónsul—, mi Martí de bronce comparte otro nido amoroso y distante.
Y tengo más Martí valores filatélicos, y muchos más Martí crónicas y artículos que me salvan de odios y egoísmos. Martí periodismo y verso. Martí Abdala, rosa y alelí. Martí Carmen, Ismaelillo, María. Martí de América, dos alas y ojo del canario.
Martí dibujado, aprendido, heredado desde que era niña, ¡muy niña! Martí necesario, imprescindible, entrañable, avizor. Martí, el que resguardo, amo y defiendo. Martí diverso. Martí eterno.
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