Martí para vivir, amarnos y defendernos
miércoles, 29 de enero de 2020
2:48:29 p.m.
Por Mercedes Rodríguez García
Trabajo me costó explicarle a un apasionado joven del vecindario hace dos años lo que hoy cobra suprema actualidad, fuerza y relevancia. Al final, creo que no me entendió el concepto martiano según el cual «la libertad es la tiranía del deber».
En aras de la «vocación de libertad expresiva», —y a título de mi condición de periodista—me llamó para reclamarme escribiera «algo en contra de la prohibición en Cuba», de un film donde un personaje que «según los medios oficiales se expresaba de forma inaceptable sobre José Martí».
Fue a raíz de la XVII Muestra Joven ICAIC. Me dijo que él no conocía la «intríngulis del asunto», pero que había leído en La Jiribilla y otros medios de prensa nacionales digitales «lo de la censura», en realidad, una Declaración de la Presidencia de la institución cinematográfica cubana, explicando las razones por las cuales no se autorizó en ese evento la exhibición de Quiero hacer una película, obra financiada por «una plataforma europea de las más reconocidas en el ámbito del micro mecenazgo» Lo demás —digo— alharaca y disidencia en Facebook.
Y Sin haber yo visto el material audiovisual de marras, aunque sí estar al tanto de los sucesos por internet, le respondí de manera categórica:
—¡No! Claro que no voy a escribir nada contra ese tipo justificado de censura, que no es tan así como tú piensas. Soy martiana de corazón e ideales, y jamás certificaría producciones audiovisuales o de otra índole donde se ultraje a nuestros próceres, mucho menos al Apóstol, que lo dio todo por la causa a la cual consagró su vida. Para mí es inadmisible e intolerable.
Entonces chasqueó la lengua y, tratando de ser discreto, me fue dando la espalda…
—Si quieres te vas y continuamos luego, mas, dime antes, con sinceridad, si recuerdas de tus clases de Historia de Cuba lo que sucedió el 11 de marzo de 1949 cuando dos marines yanquis procedentes del barreminas norteamericano Rodman, fondeado en la rada habanera, treparon a la estatua de José Martí erigida en el Parque Central, y uno de ellos orinó en lo alto. ¿Lo apruebas o lo condenas?
—Claro que lo condeno, pero eso es otra cosa. Una película es una película, el cine y la literatura admiten ficción; la historia, no.
—No, es lo mismo. Con respeto y observancia de testimonios y documentos, la historia también se puede recrear. Hay bastante y buenos ejemplos de ello en el cine, no solo cubano sino mundial. ¿Me entiendes?
La callada por respuesta y otro leve chasquido de lengua. Fue como una estocada en medio del pecho. Y ¡es que me ilusionan tanto los jóvenes y amo tanto a nuestro Martí! que me cuesta creer puedan existir algunos que no se sientan martiano, pues, habiendo nacido y estudiado en esta tierra, debía ser así por «transferencia genética», herencia generacional, de quien asistió y valoró con profundidad y justeza las grandes contradicciones de su época, y que lo llevaron a transitar del anticolonialismo al antiimperialismo, uno de los rasgos fundamentales de su legado.
Lo he pensado y lo escribo sin ambages: grande instrucción, cultura meridiana y escasa preparación para la vida. Fisura de nuestro sistema educacional, que no contempló en su momento la ética y la espiritualidad como algo imprescindible en la formación del ser humano y las aspiraciones más caras de la nación.
Hendidura de familias sobreprotectoras y de maestros «encartonados» que no supieron inducir con la palabra y el ejemplo valores como la honestidad, la honradez, el virtuosismo y el decoro. Que no supieron portar escudo —tal vez a ellos tampoco se lo infundieron— contra el egoísmo, la vanidad, la codicia. Que no imbuyeron en descendientes y alumnos aspiraciones delicadas, superiores y espirituales de la mejor parte del ser humano.
En definitiva, lunares, asimétricos que estropean la epidermis, pero también nevos displásicos que pueden convertirse en melanoma, hasta deslustrar la hermosa piel de un país empeñado en demostrar la superioridad de su proyecto, no solo en el plano ideal sino también en el material que le sirve de sustentación.
Y acudo al poeta y crítico Cintio Vitier, quien sostenía que en materia de educación y de cultura «no hay problemas menores ni desdeñables», porque todos «poseen la misma importancia» y todos guardan relación entre sí…» y «porque un pueblo de costumbres incultas no puede ser en verdad, martianamente hablando, un pueblo libre».
Vivimos en un mundo caótico donde luce demonizada la Naturaleza en un irreconciliable ajuste de cuentas con la humanidad, signado a la vez por profundas desigualdades entre ricos y pobres, y los egoísmos y desenfrenos de los más poderosos, dueños no solo de las mayores riquezas materiales sino también de un terrible arsenal armamentístico convencional y nuclear y de emporios mediáticos y comunicacionales que imponen mentiras y medias verdades. De ese modo, manipulan a las masas analfabetas, embrutecidas por el hambre, la insalubridad y otros males, carencias, indignidades y situaciones, que muchos califican de apocalípticos, refiriéndose al cumplimiento en una fecha indeterminada e imprecisa de oráculos y profecías escatológicos incorporados al canon de la Biblia.
Y con esos «truenos» ¡quién duerme!
De ahí la urgente necesidad de acrecentar y afianzar una espiritualidad que apostille la autenticidad, la pureza, la generosidad y la nobleza —cualidades tan cristianas como martianas y fidelistas—, que nos hacen crecer como pueblo soberano, como una nación culta conectada con su pasado, donde todas las personas que la integran compartan sentimientos de solidaridad y fraternidad. Unidos por la Patria —esa sentimental Patria de todos y por el bien de todos— y en la cual «las convicciones trascendentes de Martí están inextricablemente unidas, en él, a sus acciones históricas».
Y lo que digo está más allá —o más acá— de acontecimientos o incidentes de momentos y tendencias políticas específicas. Como señalara en una conferencia magistral el Dr. Ibrahim Hidalgo Paz, al asumir en junio de 2019 la presidencia de honor del jurado de la XLIV Edición del Seminario Nacional Juvenil de Estudios Martianos:
«La lección esencial que dejó nuestro Héroe Nacional para el futuro —el suyo y el nuestro— estriba en la necesidad de que, en el afán de perfeccionar el funcionamiento de la patria, los revolucionarios de verdad mantengamos sobre sólidos fundamentos éticos una unión que no supone unanimidades imposibles. Debe ser, eso sí, el abrazo de convicciones y proyectos medulares para salvar la nación, y su tarea transformadora, en medio de la agresividad que el imperialismo mantiene contra ella. No es cuestión de consignas, sino de realidades».
Lo asumo como periodista, como persona, como simple ciudadana cuyos haceres y deberes están y estarán condicionados siempre por el apego al prójimo, por ese hálito benéfico y sustentador que me habita, definido por Martí en su poema Abdala cuando tenía apenas 15 años: «El amor, madre, a la patria/ No es el amor ridículo a la tierra/ Ni a la yerba que pisan nuestras plantas;/ Es el odio invencible a quien la oprime,/ Es el rencor eterno a quien la ataca […].»/
Por eso, volver una y otra vez al Héroe de Dos Ríos, a su biografía, a sus poemas, artículos y crónicas, me contagian su fe y su entusiasmo.
Cada día, cada hora, cada minuto y segundo —hasta que deje de apretujarme la vida— encontraré en el Apóstol un paradigma de virtudes en que apoyarme cuando me llegue el desplome final, y que también como él desearía de cara al sol.
Otros lo han dicho. Martí es un carácter, un genio universal que marca el camino a través de los tiempos. Martí es un símbolo sagrado. Y muy mal de aquel país que no cuide sus símbolos. Quien permita que lo mancillen, lo vilipendien, lo ultrajen, no merece haber nacido en esta tierra la «más hermosa que ojos humanos vieran».
Para mí Martí es Cuba y Cuba es Martí, el más universal de los cubanos, el hombre que, a manera de cordial tonificador, me da fuerzas para levantarla si alguna viera caer por titubeos y flojedades, a esa Cuba revolucionaria, insumisa, con sus aciertos y desaciertos, fallas, errores, o como quieran llamarle a lo que nos ha salido mal o no hemos sabido resolver en el momento oportuno.
¡Cuánto quisiera encontrarme de nuevo con aquel muchacho del barrio que decidió emprender una «escapada trashumante» a tierra tan distante de su sangre y su rebaño natal. Me gusta pensar que volverá, persuadido de que sin nación solo queda el desarraigo, el destierro del alma; de que el Maestro, el Héroe, el Apóstol, lo necesitamos más que nunca para vivir, amarnos y defendernos.
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