Pedro, el gladiador
sábado, 04 de agosto de 2018
10:47:48 p.m.
Por Mercedes Rodríguez García
Le faltaba una semana para morir y seguía ahí, al pie del cañón, desde su casa, escribiendo, polemizando, reseñando, y también dando condolencias a los demás cuando le abandonaba un amigo, un colega, un hermano de la vieja guardia, un conocido focal. ¡Sabe Dios superando qué fatigas del cuerpo!
Porque de alma, jamás enfermó ni envejeció. Y aunque la fecha de muerte no es asunto de crónica anunciada ni de cambio negociable, estoy segura de que este hombre la hubiera postergado. Porque quería vivir, porque luchó por vivir para él, para los suyos y para los demás.
Físicamente hacía años que no le veía, pero con frecuencia nos hablábamos por teléfono. Él, casi siempre proponiéndome algún tema histórico para investigar; yo, para consultarle determinados enfoques o preguntarle qué sabía de esto o de lo otro que no aparecía en nuestra prensa, pero que todo el mundo comentaba. Hombre bien informado, comprometido y valiente, siempre me dio la seña, la verdadera, sin alertas ni condiciones previas.
Nunca hablamos ni nos preguntábamos —ni él se quejaba— de enfermedades, aunque de sus avatares por hospitales —infarto, nefroctomía, cataratas y quimioterapia— sabíamos de sobra por narraciones personales en su weblog Café mezclado: simples pretextos para hablar de la obra revolucionaria, sus costos y beneficios sociales en materia de humanismo y salud.
Llegó a Vanguardia en 1974, y nos lo presentaron como su nuevo director en una asamblea de trabajadores del periódico. Era un mulato chino treintipicón, alto, delgado, con cierto desgarbo al vestir. Ingeniero químico, venía de la Universidad Central. «Vamos a ver si sabe la fórmula para dirigir un periódico», comenté para mis adentros.
Pronto él, yo y todos, viviríamos —y sufriríamos— los avatares de las ediciones diarias en aquellos tiempos, cuando la prensa funcionaba a base de planes de trabajo y no eran pocos los autoritarios y burocráticos dedos que imponían al periodismo el mismo camino que el importado sistema soviético de dirección y planificación de la economía.
Pero el nuevo director resultó un hombre bien informado, de luces y criterios propios. Consciente de que la decisión de informar, de cómo hacerlo, compete no a la fuente de noticias, sino a la dirección del órgano, asumió con indisciplina militante tal responsabilidad. No le gustaban los periodistas que no le llegaran a la noticia —aunque esta saliera muchas veces de circulados informes— ni aquellos que soslayaran la crítica como instrumento cotidiano de trabajo.
A muchos nos llevó al límite retándonos, midiéndonos entre nosotros, pero al mismo tiempo fomentando entre unos y otros las mejores relaciones de trabajo y confianza en las capacidades propias. Para él todos éramos útiles y necesarios, y sabía muy bien qué ordenar a cada cual, aunque a veces pedía peras al olmo.
Ese era su método de entrenamiento para que no hubiera carencia de oportunidades. Sin absolutismo estableció jerarquías, y supo hacer respetar canas, cabelleras frescas, ciencia, sapiencia y academia. Y también decir alguna vez «zapatero, a su zapato».
«Hay que adivinar —decía— cuánto da cada quien y arriesgarse. Creo que la clave está en romper las ataduras mentales que nos mantienen sujetos a un periodismo chato y poco revolucionario».
De modo que aquel ingeniero químico —con un doctorado que quedaría trunco— propició que todos fuéramos un poco jefes de Redacción, de Información, de equipo, de páginas, al tiempo que apoyó y fomentó en torno al periódico un fuerte movimiento de corresponsales y colaboradores, un vínculo sistemático con los lectores, y un quehacer investigativo que nos llevaría a conocer gustos y preferencias de los receptores, así como aciertos y desaciertos en la gestión informativa, manejo de los géneros periodísticos y otros aspectos de fotografía, tipografía y diseño.
No se perdía una celebración. No era un santo. Ni lo puedo catalogar el mejor de los directores posibles. Cometió pifias y se le escaparon algunos gazapos humanos y erratas humanoides. Mas, los que pasamos y aprobamos su método y estilo de trabajo durante casi una década al frente de Vanguardia, incluso los que llegaron después, debemos reconocer en Pedro Hernández Soto, un hombre y un dirigente de cualidades muy próximas a la excepcionalidad.
Y sé que más o menos así lo sienten quienes compartieron con él como trabajador azucarero en tres provincias, como profesor universitario, como funcionario del Departamento Ideológico del Comité Central del Partido, como vicepresidente del ICRT, como fundador del Canal Habana y como redactor jefe del sitio web de la revista Bohemia.
Pocas personas he conocido con tanto empuje, tanta creatividad, tanta alegría, como este ingeniero devenido periodista en medio de calmas chichas y tormentas. Siempre al lado de la Revolución cubana, entusiasmándose con sus avances, molestándose y actuando frente a los desaciertos. Siempre confiando, animando, exigiendo, queriendo arreglar lo mal hecho a pecho descubierto de cubano leal.
Tras 12 años de batallar por vencer los males del cuerpo, tan simple y sencillo como vivió, Pedro se fue durante el sueño, en su casa, en La Habana, la tarde noche del viernes 27 de julio de 2018. Había cumplido el pasado 27 de febrero, 80 años. En el Cienfuegos natal reposan sus cenizas. Fue un hombre de bien. De él me quedan no tanto los recuerdos como su espada y escudo de auténtico gladiador.
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