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LA TECLA CON CAFÉ

Mi ciudad a ultranza

Mi ciudad a ultranza

 

sábado, 15 de julio de 2017
10:05:47 a.m.

 

Por Mercedes Rodríguez García 

Y en una cerca sin brillo, se enredaba el coralillo,
se enredaba el coralillo floreciendo para ti.
(Canción infantil de Teresita Fernández).


La llevo en la sangre, la tengo en la cabeza, y aunque a veces me perturban sus no pocos e incómodos lunares en aceras, calles, esquinas y paredes, así, con esa fealdad interesante, se ajusta perfectamente a mis reclamos.

Adoro su rara mansedumbre por la tarde, el parque que ventea residuos de pájaros chillones, o el humo de basurales cercanos. Huele también entonces a tejado, a calleja, a boñiga, a tránsito abigarrado, a café Cubita y a café mezclado, a flor de mariposa, a rock, a trova, a Mejunje, a Marquesina, al Carmen, Condado y Dobarganes, a Brisas del Oeste y a Capiro.

  

La extraño cuando salgo y me hundo en otras noches más rotuladas, más lumínicas, más aristócratas y ordenadas, con muro y salitre de verdad, con extensas avenidas, espléndidos jardines, mansiones versallescas, portones protectores, farolas Fernandina…

Honro su historia, al bardo que bautizó sus corretonas aguas poniéndoles de indígena los nombres Bélico y Cubanicay, y que a falta de playa fueron pocitas del estío, lugares de citas y escapadas, de fresco y verdor de copeyes, tecas, caobas, sabana, tomeguines, palomas en bandadas.

 

 

Cuentan que llovía mucho el día que llegaron, después de una penosa marcha a campo traviesa, con ánimo de fundar una nueva comunidad, 37 remedianos al cuartón de Orejanos, y que junto con 138 personas asentadas ya en el hato de los Díaz de Rojas y Díaz de Pavía, emprendieron caminata loma abajo, hasta encontrar sitio apropiado para la nueva villa, de lo que dicen fuera un tamarindo.

De eso ya hace tiempo, mucho tiempo. Hoy se cumplen tres siglos y 28 años.

Villa pobre, moradas de madera, palma y guano, casa consistorial, cabildo y un alcalde. Creció lento. Con un maestro en sus anales de origen jamaicano, y campos con ganado, y un activo comercio de cueros y de carnes, y un molino de trigo, y calles polvorientas con nombres patronales, iglesias y pila bautismal, y plaza, y cementerios, y patriotas, literatos, poetas, músicos, cronistas, no muchas damas de abolengo, bomberos voluntarios, ferreteros, albañiles, acueducto y alcantarillado, cafetines, hosterías y hoteles, cines, ayuntamiento, teatros y ferias, mercados y verbenas.


No puede haber desmemoria con ella, ni simple maquillaje de ocasiones, ni adoquines plásticos, ni fiesta de efemérides, ni hijos de impostados juicios, ajenos a su historia y tradiciones, pilongos disfrazados.


Gloriosa, Santa y Clara como su patrona, es también Marta y es Guevara, y más que concreto, tejas y rasilla de casas y edificios, y más que mármol, piedra, losas y bronce de Plaza nueva de estirpe americana.  

     

Ella es mi ciudad, la llevo en la sangre, la tengo entre mis canas. Adoro sus olores, sus tonos despintados, extraño sus sonidos, sus calles en penumbras, sus noches de luna ida, sus octubres de tímido celeste, su inédito verano de piscinas, su diciembre de batallas que me queman, que me abrazan.

     

Demasiado longeva, muy ruidosa, estrecha, mustia de agua, acalorada, abigarrada, sin donaire, dicen unos… ¡No la quieren! 

Cosmopolita, anciana transgresora, dama memorable, dueña de la danza, hija de dos ríos, de la cruz, del puente, de la bota, dicen otros. Esos, como yo… ¡La conocen, la aman!

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