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LA TECLA CON CAFÉ

Carbonell, un infinito decidor

Carbonell, un infinito decidor

 

6:41:36 p.m.

Por Luis Machado Ordetx

Ayer falleció Luis Mariano Carbonell Puyés (Santiago de Cuba, 26 de julio de 1923-Ciudad de La Habana, 24 de mayo de 2014), y una vieja entrevista periodística, tributa el recordatorio al Acuarelista de la Poesía Antillana, el Premio Nacional de Música y de Humor en Cuba. El texto es inédito, y sirvió para concluir el libro Ballagas en Sombra (Editorial Capiro, 2010). Aborda sus visitas a Santa Clara y los vínculos con Severo Bernal Ruiz, el Declamador Dilecto de Las Villas.

Colocar en la raya a un periodista es fácil: frecuentemente surge ese tipo de procedencias sin  establecimientos de jerarquías. Nadie escapa al buche amargo en una profesión que, a veces, los rapapolvos constituyen la hora exacta del mediodía. Similar actitud, no por petulancia,  tiene el «Acuarelista de la Poesía Antillana», el santiaguero Luis Mariano Carbonell Puyés, cuando evade a entrevistadores, diletantes y las cámaras fotográficas o de televisión en instantes en que aparecen colocadas fuera de estudios de filmación, en la calle o cuanto recinto familiar lo acoja.

Esa es su manera de ser, y requiere respeto. Afirmó que tal talante de «aparente» indiferencia obedece al poco gusto por las confesiones, sean o no nimias. La personal «distinción» la achaca a una rotunda timidez acompañada desde la infancia. Cree, incluso, que las revelaciones tienden a «malinterpretaciones», y hasta chismes de poca monta.

Por meses lo asedié. No lo niego. La vía telefónica, con decenas de llamadas al número 8306113, resultó la más afectiva. Hubo momentos de retrocesos, otros de esquivas, y siempre una expectación por tenerlo delante para una respuesta sosegada y diáfana sobre un tema particular. El interés periodístico-literario, lo determinó su vínculo fraterno y artístico  con Severo Bernal Ruiz, el declamador Dilecto de Las Villas. También abordaría, por supuesto, particularidades de las múltiples ocasiones  en la cual visitó esa ciudad, y el tropiezo con amistades, o presentaciones en los espectáculos artísticos programados en disímiles escenarios del centro de Cuba.

En uno de los intercambios, despojado de preocupaciones pedagógicas, tratamientos médicos, actuaciones y descanso hogareño, sabe Dios por qué, ofreció el contacto personal para el sábado 9 de junio de 2007, en horario puntual de la media mañana, en su vivienda de la calle 8, número 307, entre 13 y 15, del capitalino reparto Vedado, sitio donde reside desde que se estableció en La Habana a finales de la década de los años 40  del pasado siglo.

Días antes cerró el compromiso y adujo el quebrantamiento de la salud: la entrevista quedó en el aire, colgada de un alfiletero; pero proseguí con el interés de tomarle confidencias. Insistí, mencioné lugares conocidos de Santa Clara; los teatros en los cuales antes intervino en la ciudad, y recordé  nombres de personas que lo atarían en la memoria. Vino otra vez la historia de Bernal Ruiz, su amigo por más de cuatro décadas, y el pacto de silencio quedó roto.

Era demasiado no tener en cuenta a aquel artista, y también la vida compartida en recados, cartas, citas telefónicas y búsqueda de repertorios comunes. Al final la  perseverancia periodística se impuso, y a pesar de los 280 kilómetros de distancia que separaban al declarante, todo resultó un momento provechoso.

El sábado 24 de julio, dos días antes de su onomástico, Carbonell, el mayor declamador cubano vivo, accedió a la entrevista. Gracias a los artilugios de una vieja grabadora estática y el auxilio del teléfono, dada la imposibilidad de una imprevista estadía en Ciudad de La Habana, la cinta magnetofónica registró su voz, y la esencia de un pedazo de media tarde singular en la cual los ademanes y gestos marcaron la inflexión de sus pronunciamientos amparados siempre por una  perfecta dicción. Tenía un modo rápido de hablar y pronunciar y las palabras tenían una cadencia definida. Todo fluyó como si la música viniera de adentro del artista, en una perfecta armonía expresiva, y ante cada pregunta obtenía una provechosa respuesta.

Antes, sólo en una ocasión tuve a Carbonell delante, frente a frente, tras la intervención artística en el teatro «La Caridad», de Santa Clara; instante en que el declamador  Bernal Ruiz lo presentó. Después leí referencias que desde Caracas hizo Sergio Pérez Pérez, y por supuesto, lo disfruto cuando participa en emisiones televisivas, en los cuales la audiencia y los cubanos lo reconocen como una Catedral en el arte de componer la oralidad de un poema, de una estampa popular, como denomina la síntesis de la poesía negra, afrocubana, mulata o antillana.

Era fácil, obviando las contingencias, percibir la proyección, la gesticulación, y hasta la memorización de la respiración y la entonación de la voz de Carbonell, quien desinteresado se colocó a la espera de las preguntas y al aliento del espíritu. El artista desengranó historias referidas a un amigo que por un tiempo largo, desde la soledad de una provincia del centro del país, compartió escenarios, intercambió puntos de vista del arte de la declamación y apuntaló los repertorios mutuos con textos que, en reiteradas fechas, cedieron con carácter especial algunos creadores  empeñados en que ellos los divulgaran por teatros y auditorios radiales o íntimos.

Domingo tras domingo, antes de agosto de 1989, fecha en que falleció Bernal Ruiz (1918), noche por noche  —solo interrumpidas por compromisos personales, presentaciones artísticas en Cuba o el extranjero—, desde la vivienda del jurista José A. Barrero del Valle —en Céspedes número 53, entre Maceo y Unión, en Santa Clara—, se escogía un momento de la visita para el diálogo telefónico entre los declamadores amigos: el santiaguero Carbonell Puyés y el villaclareño Bernal Ruiz.

Al residente en Santa Clara no le preocupaba caminar calles y calles; desoladas, a veces, y desafiar la lluvia o el frío para la puntualidad telefónica. Así lo testimonió Barrero del Valle, y también lo supe por conversaciones con Bernal Ruiz. Eran acontecimientos que, en este caso, posibilitaron el enfrentamiento amistoso —a pesar de cualquier impedimenta—, con el artista radicado en La Habana. Ahora, ¡claro!, a partir de las declaraciones de Carbonell, estoy dispuesto a bosquejar una historia poco difundida en el intercambio de pormenores y la destilación del aprecio que primó entre ambos.

Como un torbellino llegaron las preguntas, y el otro apuntó algunas notas:

—¿Cuándo se iniciaron sus relaciones afectuosas con Severo Bernal y qué recuerdos tiene de su persona?

—Fue en el año de 1945, estando yo todavía en Santiago de Cuba, y nos presentó, a través de carta primero, y después personalmente, Cuca Monteagudo, una villaclareña que era en aquel tiempo una especie de  maestra de ceremonias, de espectáculos, y también locutora, muy buena locutora, esposa de Mario Montes.

«Desde que nos conocimos, Severo y yo hicimos una gran empatía, y él me proporcionó muchos poemas. Yo le agradezco tantas cosas, y llegó a convertirse en una de las mejores personas en mi vida; y además era muy artista, muy buen recitador.

«Después que yo debuté, y me hice profesional, iba muy frecuentemente a Santa Clara y me pasaba el día con él, y era uno de los mejores regocijos que podía disfrutar».

—Dicen que usted en repetidas oportunidades insistió, al percatarse de las cualidades de Severo como recitador, para que él abandonara  Santa Clara. ¿Es verdad? 

— Sí, muchas veces le aconsejé que viniera para La Habana. También lo hizo Onelio Jorge Cardoso. Aquí, por sus condiciones vocales y artísticas, tenía cabida, cosa que nunca pude conseguir, ni yo, ni tampoco muchos de sus amigos, incluido el poeta este ¿?, ahora hablando seguido no me viene el nombre a la cabeza.

—¿Cuál de los poetas amigos: Raúl Ferrer, Enrique Martínez, Agustín Acosta, Gilberto Hernández Santana, José Ángel Buesa, y tal vez queden otros nombres?

—No, fue Agustín Acosta, quien le escribió varias cartas a principios de los años 50, aunque en realidad todos se lo decían de una manera reiterada e insistente.

«Le dije que saliera para La Habana, pero él nunca quiso desatender a su mamá, y a su casa. Era muy provinciano, aunque muy culto, muy preparado. Recitaba muy bonito, y él me nutrió de una gran cantidad de repertorio desde mucho antes que fuera profesional. O sea, desde que lo conocí en 1945. A veces, los poemas eran de recorterías de periódicos, como para hacer un álbum. Otras eran copias de textos de autores conocidos, sacados de libros, y en algunas ocasiones originales.

«Después de eso me fui a Nueva York, y en los dos años que estuve allá, él fue también  a Nueva York, y la pasamos bien por allá. Él era una persona bondadosa, cariñosa, muy familiar, apegado a sus amistades. Por lo tanto, ahí tienes uno de sus grandes valores. Son virtudes, mejor dicho, que aprecio en el ser humano.

«Tal es así que lo nombraron Declamador Dilecto de Las Villas. Creo que fue allá por diciembre de 1942. Imagínese, todavía yo no había comenzado a recitar, y ya él, por su calidad, instrucción y cultura, tenía un soberbio reconocimiento. Esa labor hizo hasta los últimos momentos de su vida, porque fue de ciudad en ciudad, por todo Santa Clara, y por Estados Unidos y México. Era un maestro impresor, y jamás quiso deshacerse de su profesión, cosa que alternó con la recitación y ganó aplausos de respeto y admiración.

«Yo de Severo tengo el mejor de los conceptos, y puedo decirlo, casi uno de los mejores amigos de siempre. Cuando murió lo sentí muchísimo, por lo que ruego constantemente. Él también me presentó a Enrique Martínez Pérez,  un poeta con quien tenía muy buena amistad, autor de la «Carta Negra», uno de los primeros poemas, estampas, que yo recité en La Habana cuando debuté aquí.

«¡Tengo tantas cosas que contar de Severo! Cuando íbamos al Parque por la noche, al Parque Vidal, en Santa Clara, y se molestaba porque me metía en el círculo donde no debía ir, por el racismo imperante, cosa desaparecida ya, pero que existió en 1948 y… Me divertía muchísimo con él, porque además, me llevaba a las peleas de gallos.»

—¿Cómo…? Usted piensa igual que Lezama Lima, en la sensualidad, el deleite varonil, el dominio del ambiente; el desafío de los gestos; el despertador del gallinero, la cubanía, y el incitador del cromatismo, de la violencia y la evocación que siempre ostenta el gallo. Tal vez, como totalidad, aparezca en el espíritu del gallo la violencia propia del artista que entabla una pelea con su lenguaje.

— ¡Sí!, todo eso junto. ¡Parece mentira! No lo digo a otros, pero me gustan mucho las peleas de gallos. No por la “carnicería animal”, sino por los cromatismos del plumaje, algo así ocurre con la voz humana cuando está educada para el arte. Yo sentía diversión cuando iba con Severo a esos lugares de lidia en que las personas se ponen a vociferar garganta en cuello, como dicen por ahí, legitimando la bravura de los animales en sus porfías. El declamador es eso, y el artista también, un gallo en puro desafío con la técnica y las exigencias que se imponen en la vida y los escenarios.

— ¡Volvamos a Severo! Seguramente usted tendrá muchas otras cosas que decir.

—¡Está bien!... ¿Hablamos del plano humano, cariñoso, personal…? Era una de las personas finas, más buenas, atentas y oportunas que he conocido, y lo recuerdo y lo recordaré mientras viva. Jamás pasó ignorado como declamador, uno de los mejores que he conocido en mi vida, con un estilo particular, asentado en nuestras raíces afrocubanas, y también en la poesía romántica. Sin dudas, era un hombre excepcional, lleno de optimismo, pero con cierta timidez y provincianismo que lo limitó a trascender hacia otros sitios en los que la conquista profesional lo colocaría en el plano en que realmente debía estar.

«De Severo Bernal, el amigo villaclareño, lo conservaré mientras viva. Tengo el mejor de los conceptos de la fraternidad y el apego del artista a su tierra, a su gente, sin miramientos ni envidias por lo que otros hacen o no. Él supo empinarse y batallar, tal vez como esos gallos, a los que hice referencia antes, al dominio de la palabra, del gesto, la sonoridad y la invitación a lo que realmente somos todos: artistas, en quienes encuentras siempre a un infinito decidor».

Ahí quedó sellado el diálogo con el declamador Luis Mariano Carbonell Puyés, y al oído, atado en la resonancia de las últimas palabras que expresó, trascendió su memoria por reconstruir el pasado que lo incitó a la historia de una amistad. Allí también estaban los vericuetos difíciles de la recitación, la puntualidad valorativa hacia el ser humano y la respiración calculada en ese propósito en que la vida se prende de una consideración artística y la estimación del otro.

 

 

 

 

 

 

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