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LA TECLA CON CAFÉ

La belleza es un camino que se pierde en el horizonte.

La belleza es un camino que se pierde en el horizonte.

 

 

Un cuento de Yansulier García Alvarez

 

El recordar una determinada imagen no es sino echar de menos un determinado instante, y las casas, los caminos, los paseos, desgraciadamente son tan fugitivos como los años.

Marcel Proust, Por el camino de Swann.


A veces, camino al trabajo en las mañanas, Alejandra se siente como recogiendo estrellas en un lago con el balde agujereado. No está ni triste ni feliz; tiene 25 años y a veces le parece que todo carece de sentido; es "La Niña de la Pluma Rota".

Sí: atraviesa una crisis. Una crisis harto incómoda; no tanto por la imposibilidad de definirla como por su dificultad para salvarla. No es una crisis amorosa; aunque perdió a su último novio hace poco menos de un mes, estaba ya en este estado antes de perderlo, ahora no sufre por eso. Tampoco es una crisis profesional; Alejandra es licenciada, confía en sus capacidades y está haciendo una maestría. No hay nada que le moleste en su cuerpo o en su espíritu; tiene salud y tranquilidad, lo más importante para ella. Sin embargo, está vacía, totalmente. Su amiga más íntima y sabia le ha dado buenos consejos. Los que le darían otros: que busque motivaciones, cosas que le guste hacer, que la hagan sentir realizada, metas... Pero si te sintieras como un peluche al que le sacaron todo el relleno y fueras consciente de eso, ¿querrías que te volvieran a rellenar con guata? De modo que todos los intereses y motivaciones recomendables le parecen un relleno banal. Sabe que si les dedica tiempo lograrán entretenerla y hacerla olvidar el vacío; pero ella no quiere entretenerse, no quiere olvidar. Alejandra quiere llenar el vacío con una pasión auténtica, no por hombres ni mujeres: Alejandra quiere apasionarse por la vida.

  De niña viajó muchas veces a África. Con un mapa y la imaginación. Encerrada a cal y canto por la tía de hierro y una madre católica que leíale bastante y le explicaba más, alérgica al padre ausente como a los ositos de dormir, Alejandra se consagró a la exploración del universo impreso del librero. Imitaba el hermetismo intelectual del tío a la vez que evadía la cándida dictadura de la abuela, rescatada por cuatro mosqueteros o travestida entre una turba de gitanos. Había una ciudad en un cuento ruso, la ciudad de Sopla Vientos, donde había a su vez una calle empedrada que terminaba en el mar. (Todavía Alejandra recuerda aquella calle de fábula con mucho cariño.) De pequeña, pues, fue la suya la ciudad inexplorada, el espacio vasto y desconocido "allá afuera". Para la adolescente, el reto, el desafío de sus calles y personas, la revelación paulatina y asombrosa del misterio. De joven, la jaula de oro, la engalanada ciudad de invisibles muros para quien conservara y mantuviera incólumes su más ferviente pasión y su más antiguo objetivo: crecer para ser gitana y no vivir nunca en el mismo pueblo, y andar con bandoleros que le arrojasen los cuchillos; tal como salen en las películas, con sus carromatos tirados por caballos y sus campamentos gitanales, y sus gitanitos descalzos y llenos de churre correteando por el campo, durante el tiempo que están en el mismo lugar... hasta que recogen los corotos y las carpas multicolores y se largan a otra parte, al son de las panderetas y de sus pavorosas adivinaciones.

Por cuanto le hicieron creer en una posible continuidad entre la vida real y las ilusiones de la infancia, las montañas fueron para Alejandra el primer descubrimiento prodigioso. Gibara sería luego su propio Macondo, el lugar donde todo es posible y nada demasiado, el rincón donde la política es una ofensa, la economía un juego y la sociedad, la suma de las felicidades compartidas. La tierra de su primer amor. La Habana, una reina. Solo en dos sitios Alejandra se ha sentido muy cubana: en el malecón de La Habana y en la Gran Piedra. Baracoa, sin dudas, la tierra más hermosa que ha visto hasta hoy en su país. El Toa, más que una graduación, una escuela; recorrer esa caudalosa serpiente de agua la hizo más humana. Perderse en las grutas de Santo Tomás, casi una broma, un reto a la energía juvenil; cuando ya no tenga fuerzas al menos recordará que pudo caminar doce horas seguidas por una cueva. Imágenes del Cabo de San Antonio hay que la acompañarán siempre. ¿Cuántos cubanos han visto ese faro, esas playas?

Durante sus aventuras y desvaríos, Alejandra ha conocido mejor sus limitantes y fronteras como ente biológico, sabe hasta qué punto está condicionada por la civilización y hasta qué punto no; sabe con precisión cuánto necesita al resto de la sociedad para sobrevivir -nos necesitamos mucho, por cierto-, y ha descubierto algunas perogrulladas: que la posmodernidad es egoísta; que un camerino organizado es como una ramera frígida; y que mucha gente sueña con lugares que nunca conocerá. (Los Alpes Suizos la esperan aún. A Mahoma no lo dejan ir a la montaña...) Como queda dicho, admira al hombre que va de visita a un lugar y se queda, lo ama, lo hace suyo y lo abandona. Halla un encanto sublime en desplazarse; desplazarse llevando todo cuanto somos a cuestas, como el caracol. A dondequiera que vaya el ser humano lleva siempre su esencia; de modo que todos pueden ser lugares de paso, y todos pueden ser nuestra casa: un buen lugar para vivir, un buen lugar para morir, ha dicho, aunque desde niña haya anhelado morir en África.

¿Será hora de pisar tierra firme?, se ha preguntado Alejandra estas mañanas, camino al trabajo. Cuando quedó embarazada por primera vez, la incertidumbre impidió que germinara y creciera en ella la vocación maternal. Ha supuesto que llegará un momento en que aflora algo así, a fin de cuentas hay un tiempo para cada cosa (sabiduría bíblica). Sinceramente en aquel entonces no podía imaginarse a una personita en una cuna dependiendo de ella, le daba miedo. Y lo que más la asustaba no era siquiera la supervivencia de un ser tan frágil; sino su inseguridad acerca de qué le debía enseñar, de cómo educarlo en muchos sentidos. No le quería decir, claro está, que lo mejor del mundo era andar de saltimbanqui por toda Cuba, sin hacer vida hogareña; pero para ella, tan joven, era una de las mejores cosas en aquel momento. (En ocasión del legrado soñó con un lugar lejano, frío y blanco como el Polo Norte, donde hallaba la piedra filosofal; y con una paloma que moría de solo tocarla: "La paloma que vino a María cuando tenía tres meses de embarazo".) Ha sido hasta el presente bastante abierta a la hora de entregar amor -que conste, lo que se dice amor-; pero encontró personas con mucho miedo de enamorarse o muy heridas como para reaccionar correctamente, y todas acabaron dañándola también. La soledad es interesante a veces, necesaria, mas quisiera ahora a alguien especial, preferiblemente lleno de defectos, aunque sin faltas ortográficas. Está convencida de que nada, siquiera eso, puede condicionar su actual crisis de despropósito.

Camino al trabajo, estas mañanas, Alejandra se distrae pensando cosas así, tejiendo retóricas y sinsentidos. Hasta donde tiene entendido, por ejemplo, aquí todo es de todos, y todos tenemos los mismos derechos; de modo que si su vecino tiene una mansión y ella una casa sin techo, y además tiene un puerco y él no, entonces lo justo es dar ese puerco al vecino por el precio de un techo decente. Obvio: el puerco encarecerá bárbaramente; pero, qué le va a hacer, lo único que tiene es un puerquito y la voluntad justiciera de luchar por emparejarlo todo para que no haya diferencia de clases: "El que no tenga la mansión que no coma puerco". Lo malo es cuando, por casualidad, el que tiene la mansión también tiene el puerco; se dificulta un poco más aquello del emparejamiento, de las clases sociales, de los mismos derechos... y a Alejandra se le enreda la Economía Política. No queda más remedio que deshacer el entuerto echando un ojo a las mismas contradicciones de sus planteamientos: ¿cabe "tener" algo en una sociedad sin propiedad privada? No, por supuesto. Luego, si fuera ella la dueña de la mansión y el puerco, terminaría tendiéndole la mano a su pobre vecino: "Amigo mío, de todo corazón te digo que lo mío es tuyo también, no entiendo qué te preocupa tanto"... Pero no. Pensar que siempre hay alguien más mal que tú solo sirve para ponerlo todo peor. Ojalá todas las personas estuvieran siempre mejor, así solo sería cuestión de preocuparse por sí misma, y de paso los demás también podrían preocuparse por ella. Desgraciadamente también es cierto que siempre hay alguien mejor.

Algunas mañanas, camino al trabajo, Alejandra envidia a los homosexuales reprimidos. Al menos siempre tendrán la opción de salir del armario y vivir la vida que quieren y encontrar personas como ellos. Ella, en cambio, nunca podrá vivir la vida anhelada, está atada de pies y manos a una sociedad en la que todos nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos, haciendo las mismas cosas; una sociedad donde la vida sigue siendo lo de siempre, un discurrir irrefrenable hacia la nada, sin grandes desasosiegos que perturben la perfección. Suena bastante patético, en efecto, aunque no tanto como para no estar aún en pie, esperando por "el gran día".

Discreta, crítica, mimética, pragmática, liberal. Compasiva e implacable, dulce e iracunda, definitivamente impredecible y contradictoria. Ante cada violación de su espacio o entrometimiento en su privacidad, mira el reloj en silencio y respira hondo; una vez estuvo a punto de descalabrar a su propia madre arrojándole un angelito de yeso. Detesta el acoso de los masturbadores, que se metan con ella en la calle, los piropos vulgares y las preguntas tontas, que la gente vocifere cerca, que le pisen los zapatos. Le gusta coleccionar plumas (no cualesquiera, tampoco es que encuentre una gallina desplumada y se la lleve a casa), el rojo vino y el número 13, el cuarto menguante, la malta con leche y el coctel de mariscos, los Alpes Suizos (al menos idealmente), el otoño, el gato tatuado en el tobillo y otro que nadie nunca vio; de la sortija que le obsequiara su tía, el impúdico tintineo de la esmeralda en el cristal; de las tazas de café con leche, el modesto encanto sereno, susurrante; así como le fascinan las alcobas y las tormentas, aunque su casa sea como la del cerdito uno. Le tiene miedo a las cucarachas, al "proceso de cacatuización" de su agradable apariencia, a que cada vez le queda menos tiempo para que se la coman los gusanos. Tiene la manía de leer el último párrafo de cada libro que comienza como si fuera el primero, pero no pagaría un centavo por ver el futuro; agradece la posibilidad de sorprenderse y la esperanza de lo que trae el día de mañana: paga para que nadie se lo cuente. Disfruta la vaga e inasible sensación que le provoca la palabra "verdemar"; es de las que confunden las "góndolas" con las "pérgolas"; e involuntariamente asocia los delirios de la "liturgia" con los rituales de la "lujuria". De los estados de ánimo, prefiere el de las despedidas; de los estados del cuerpo, el de viajar a gran velocidad; de todos los sentimientos, la seguridad; adora pasar por debajo de los puentes en la autopista y bajo los árboles arcados sobre la carretera, la antropología y los elevadores, las orquídeas y los mapas. Es, según piensa, lo que todos al fin y al cabo: la consecuencia de una serie larguísima de eventos y de las más disímiles cosas, inexplicables aun para sí misma, como las "Aves de paso", de Sabina; una "Rapsodia en agosto", de Kurosawa; "La muerte de Sardanápalo", de Delacroix... o de Proust, las últimas líneas de "Por el camino de Swann".  

Párate en una línea de tren o en un surco muy largo y verás -suspira-: verás la esperanza, la eterna posibilidad del próximo paso, la materialización de la mismísima filosofía de vivir, todos tus días desplegados hacia el infinito, la irresistible tentación de una carrera desenfrenada hacia la felicidad. A veces, camino al trabajo en las mañanas, Alejandra tiene ganas de salir corriendo y seguir, y seguir, seguir sin mirar atrás... por pueblos y ciudades, por países, montañas, mares, y no parar nunca, y no regresar jamás, y que su huella se borre de sobre la tierra de una vez y para siempre, justo al alcanzar la inefable plenitud de la fugacidad mucho más allá de todos los horizontes.

Pero siempre se detiene a las ocho, en la entrada de su trabajo... baja la cabeza y comienza otro día... vacío.

Hay, sin embargo, muchas rutas para viajar, no todas tangibles. Hay frustración momentánea cuando se acaba un camino. Mas ya llegará otro, semejante al que no termina, sino empieza en el mar, empedrado, largo, desconocido... es la belleza.

 

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