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LA TECLA CON CAFÉ

Almeida, mi Comandante de los enanitos

Almeida, mi Comandante de los enanitos


jueves, 12 de septiembre de 2019
10:01:43 p.m. 

Mercedes Rodríguez García 

Estuve cerca de él en más de una oportunidad. La primera, recién triunfada la Revolución. Vivía yo en Anderson número 14, una calle de 24 casas a la que, sin serlo, todo el mundo anteponía los sustantivos «pasaje» y «callejón», definiciones impropias por su doble tránsito vehicular hacia las calles Síndico y Caridad, en Santa Clara.

Un día, en un auto negro cuyo modelo y marca he olvidado, conocí a Almeida. El carro lo parqueó próximo a mi casa. Tenía yo siete años y no sabía nada de la jerarquía militar del visitante, al no ser por mis dos tías treintañeras y demás vecinas jovencitas, tras cuya algarabía salíamos el Primero de Enero a dar la bienvenida a los barbudos y a pedirles collares de santajuana, peonías, pojas y otras semillas con los que adornaban sus cuellos.

En casa de Joseph, un negro norteamericano, casado con una señora gruesa, blanca y «bigotuda», pasó como media hora encerrado, aunque nunca supe de que hablaron. Cuando salió, le esperaba un tumulto de gente llegada de las cuadras aledañas. La chiquillería siempre salía ganando.

Nos interrogó sobre la escuela, si leíamos muñequitos y si nos gustaba coleccionar postalitas, que por entonces hacía furor el álbum de Blancanieves. «A ver, a ti, ¿te gusta Blancanieves?», me preguntó. «No, me gustan las caperucitas y los lobos», le respondí. «Pero los enanitos sí te gustan, ¿verdad?», insistió poniéndome ambas manos en los hombros. «Los enanitos, sí». Entonces me dijo que estaba muy flaquita y que si no comía me iba a quedar como uno de ellos, tiró de una de mis «motonetas» y, dándome un coscorrón, me mandó a comer harina y boniato para que engordara.

Nunca se me olvidó aquel rebelde que con los años se convirtió en una de las figuras más representativas de la Revolución.


Ya al paso del tiempo, ejerciendo el periodismo, volvimos a encontrarnos en dos o tres coberturas de prensa, entre ellas la tribuna abierta en Cifuentes, en junio del 2004. Intenté entrevistarle. Pero, a decir verdad, no tuve suerte. Tal vez porque fui demasiado disciplinada ante las medidas protocolares por parte de los funcionarios que organizan a la prensa provincial en actos de primer nivel; o porque, en última instancia, no apliqué la técnica del «abordaje kamikaze», que en otras ocasiones, me ha dado buenos resultados.

Con Almeida tenía varios intereses, el principal, que me identificara el día y lugar de una foto que me regalaron en Manicaragua, procedente de los archivos de un famoso y ya fallecido fotógrafo de la localidad. En la imagen, curiosa porque la imprimieron al revés, aparece él, de pie, en una presidencia junto a Camilo; detrás, una bandera norteamericana y otros personajes de cuello y corbata, que imagino empresarios yanquis.

La historia, narrada por Almeida, hubiera terminado en una interesante crónica. Ya la doy por perdida.

Otra de mis interrogantes se relacionaba con la historia de dos de sus canciones: La Lupe y Dame un traguito. De su autoría se conocen más de 300 canciones, de las cuales se han hecho varias producciones discográficas; y su nombre, se inscribe en la literatura con títulos como PresidioExilioDesembarcoLa SierraPor las faldas del TurquinoContra el Agua y el VientoÚnica CiudadanaEl General en Jefe Máximo Gómez¡Atención! ¡Recuento!La Sierra Maestra y más AlláAlgo nuevo en el desiertoLa Aurora de los héroes.

Lo recuerdo también ante las cámaras de televisión en una conversación con la colega Marta Moreno, a propósito del aniversario 42 del triunfo de la Revolución, cuando Raúl Castro se refiere a las características del cubano, a su alegría permanente, y lo pone de ejemplo: «Ni Almeida ha dejado nunca de hacer canciones, desde una Lupita allá por México hasta la última. ¿Cuál es?», le pregunta. Y Almeida, riéndose con picardía le responde: «El toro negro de Pachi».

De Almeida todos recordamos su «¡Aquí no se rinde nadie!», que con ¡Carajo! o sin él, pronunció para levantar el ánimo de cierto combatiente en aquel bautismo de fuego que resultó para los expedicionarios del Granma Alegría de Pío.

Se trata de uno de esos hombres excepcionales, que desde las privaciones de su cuna humilde, en el reparto Los Pinos de La Habana, creció y se formó con los más altos valores de un hijo que desea y lucha por ver su patria libre. El propio hogar con su numerosa familia y la vida misma del pueblo, le enseñaron que solo había un camino, el de la lucha.

Hombre de sensibilidad muy especial, afirmó en una entrevista que solo con el corazón se puede hacer poesía y viajar con la imaginación cuando los avatares de la lucha y la vida nos llevan de prisa por los años.

También un hombre de la Cruz Roja

Corría el año 1961. Luego de participar en las acciones socorristas de Playa Girón, sanitarios, camilleros y demás personal voluntario de la Brigada 17 de la Cruz Roja, disponen sus fuerzas y precarios recursos para atender las necesidades de un sui géneris cargamento humano que hará escala en Santa Clara.

Se trata de brigadistas alfabetizadores que vienen de Matanzas y La Habana por ferrocarril, en vagones de cargar caña, que han sido previamente acondicionados. Vienen con fiebre, vómitos y diarreas. Hace calor y por el camino han bebido agua y refrescos, y comido todo tipo de alimento. La situación es alarmante pues no disponen de los medicamentos necesarios para atender el brote.

Hasta Ricardo González Calvo, responsable de la brigada de cruzrojistas santaclareños, llega el aviso para que se presente con sus hombres en la Estación de Ferrocarriles. Rápidamente toma una decisión. Con algunos de sus voluntarios se presenta en el Estado Mayor del Ejército del Centro. Los recibe un mulato, serio pero afable. Viste de verde olivo, pero sin grados. Se trata del Comandante Juan Almeida Bosque.

Sin rodeos y sin entrar en detalles Ricardo lo pone al tanto de la situación. Almeida le pregunta: «¿Y dónde está pasando eso que me cuentas?» «En la estación de ferrocarril, Comandante», le responde. «Pues vamos para allá enseguida», repuso jefe militar de la región.

Ya en la estación de trenes Almeida comprueba la gravedad del asunto. Son adolescentes, casi niños, varones y hembras, desfallecidos por la fatiga de un viaje que se realizaba en condiciones muy adversas. Sin pérdida de tiempo ordena que le localicen a las autoridades del gobierno local: «Hay que traer esas medicinas y todo lo que haga falta con urgencia». También recomienda montar una cafetería.

Sobre las cuatro de la tarde ya estaba instalada una cantina y parqueada una rastra con medicamentos. También personal médico y de enfermería. Pero los camilleros no resultaban suficientes. «Pues habrá que improvisarlos, así que todo el que tenga brazos y piernas fuertes que se sume», indicó Almeida.

Y sin esperar la reacción de los allí presentes agarró una de las parihuelas al tiempo que instaba a dos de sus ayudantes personales para que lo siguieran.

Pasaron tres días hasta que la situación más o menos se normalizó. Muchos brigadistas fueron hospitalizados. Mientras tanto los trenes seguían llegando y continuando viaje hacia Camagüey y Oriente.

Cuando lo creyó oportuno el Jefe del Ejército llamó a Ricardo y le dijo: «Ustedes se han ganado el derecho a que se les respete, dentro de dos días me localizas».

Al encontrarse de nuevo le preguntó: «A ver, ¿qué necesita la Cruz Roja?» «De todo, Comandante». Y les firmó un cheque que Ricardo depositó en el banco a nombre del Fondo Operativo de la Cruz Roja Cubana. Cuando al día siguiente le llevaron el comprobante Almeida sonrió diciéndole: «No había tanto apuro, hombre; pero así deben ser las cosas cuando hay dinero ajeno de por medio».

 

Como nadie, el entonces jefe del Ejército Central había sid testigo de las penurias de la Cruz Roja. Poco antes de los sucesos narrados, la organización socorrista compró un carretón. No tenían caballo, pero al menos durante aquellos días les sirvió de improvisada casa de campaña para dormir, incluso al propio Almeida, quien también facilitaría la primera ambulancia y un jeep que tendría la brigada de la Cruz Roja en Las Villas, así como la cierta cobertura de equipos y medicamentos que cubriría la esfera militar.

Ese mismo año el Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque, presidió el acto de graduación de la primera escuela de sanitarios y camilleros de la Cruz Roja, ubicada en el antiguo Deportivo del Casino Español, actualmente parque Arco Iris.

Hoy 17 de febrero, Juan Almeida Bosque hubiera cumplido 88 años. De él, todavía siento el tirón dado a mi «motoneta». En mi memoria permanece su sonrisa.

  

Además del respetado Comandante de la Revolución, siempre le recordaré como el comandante de mis «enanitos», el eterno novio de Lupita, el rebelde de «aquí no se rinde nadie...», el militar de «así deben ser las cosas cuando hay dinero ajeno de por medio», el compositor cuyas canciones disfruto, el escritor excepcional y sensible de La Aurora de los héroes.

Fuente: Fragmentos inéditos de entrevistas realizadas por la autora a un grupo de fundadores para una serie de reportajes sobre la historia de la Brigada 17 de la Cruz Roja, publicados en varias ediciones del suplemento El Santaclareño (1997). Premio Henry Dunant a la Excelencia Periodística, Delegación Regional del Comité Internacional de la Cruz Roja para América Central y el Caribe 1998.

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