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LA TECLA CON CAFÉ

El año del cine cubano

El año del cine cubano

 

6:41:33 a.m. 

Por Marianela González 

Había sido el año de Conducta. En enero, la segunda película de Ernesto Daranas volvió a hacer de un estreno de cine cubano, fuera de Festival, no ya un suceso de público (eso no es nuevo), sino una puesta en común de cuestionamientos y discusiones sobre el capital simbólico que sostiene el proyecto social y político cubano, y con ello, de la capacidad instituyente que toma cuerpo en los bordes de la Institución.

Desde que Los dioses rotos marcara un parteaguas en la cronología crítica del cine en la Isla, la gente esperó la cinta como se ha esperado, con distancias, una película de Fernando Pérez desde Madagascar: como el invierno de Cuba, un punto de giro en Nothinghappensland. 

Pero en diciembre, otro gallo canta. 

El Festival de La Habana sintetiza “lo mejor” o “más representativo” de la cosecha cinematográfica anual del continente, y en lo que al cine cubano refiere la selección en concurso marca pautas, bautiza ediciones. Este año, tras casi doce meses del estreno de Conducta en los cines del país, el protagonismo le ha sido disputado por una suerte de inusuales y elocuentes convergencias. 

Tras meses de incertidumbre, el 36 estrena La pared de las palabras, la primera película independiente del autor de Clandestinos en el año de sus 70, su personalísima pulsión sobre la cosa pública y los mecanismos de su (in)comunicación. Ha puesto a comulgar a los más exigentes y escépticos veedores del cine cubano con los militantes de la diversidad sexual y la igualdad de género, en torno a una cinta que vuelve sobre un tema “de moda”, a la vez que “clásico”, en la cinematografía nacional, y los ha visto hacer filas de tres cuadras por esa ópera prima de una tal Marilyn Solaya de la que pocos habían oído hablar. Dio cabida a la quinta de Perugorría como director, tras el éxito en taquilla y fracaso de crítica que significaron sus anteriores incursiones, y puso a competir a Venecia: un filme “piloto”, un caballo de Troya en los predios del Nuevo Cine. 

El Festival ha sido la babélica representación de la riqueza que bulle bajo la inestable, capilar definición de Cine Cubano, y la imagen país que de esa definición se desprende. Cine de género y marcas autorales, procesos industriales y colaborativos, cuidadosas puestas y desafiantes imperfecciones, vacíos escriturales en jóvenes y experimentados, consagrados y no actores, lo que “se le pide” al cine cubano y lo que el cine cubano quiere dar, el cine ágora y el que solo quiere “contar (bien) un cuento”... 

Hace algunos meses escribí que había acabado de ver una historia que no se me parecía a ninguna otra, que había contemplado a los “rostros del cine cubano” en personajes que nunca antes encarnaron, y que había percibido, al fin, el punto de vista de una directora que le nace a nuestra cinematografía en un contexto en que la industria pide sangre fresca, voces que hurguen en las zonas de silencio de nuestro pasado reciente, con ganas de aportar luces: de qué modo, con qué sujetos y a qué precio hemos construido “la excepción”. 

Y hace algunos meses escribí que (sentía que) la noticiabilidad inherente a una figura como Perugorría había dejado pasar por alto el hecho de que el mismo actor que protagonizara Fresa y chocolate (Tomás Gutiérrez-Alea y Juan Carlos Tabío, 1994), un filme en la frontera social y cultural que significó aquí (también) el Período especial, se haya lanzado ahora, en “la Cuba del cambio”, a un testimonio que llama voces otras al concierto de la nación. Escribí que al cine cubano se le había aparecido la Virgen de Fátima, y que por algo sería. 

Había acabado de ver Vestido de novia en un 32 pulgadas. Marilyn me había dejado sola, supongo, para no influir. Pero la he visto ahora en el cine, rodeada de gente. Nunca vi Fresa y chocolate en la sala oscura, como sí lo hacen, aquí, los personajes de esta película. Pero esta semana, en el Chaplin, media Habana hizo una larguísima fila y tumbó barreras policiales para ver la primera ficción de la autora de En el cuerpo equivocado. Media Habana se quedó fuera. Con veinte páginas, su directora y guionista había convencido en Cinergia, y diez o doce versiones más tarde, en el Nuestra América Primera Copia, del Festival de La Habana. Resultado: una película sobre el derecho de cada quien a ser feliz como quiera que la felicidad se le revele, ha sido estrenada este año, a 20 de que la propia Marilyn Solaya interpretara su primer y pequeño personaje (Vivian) en la cinta de Titón y Tabío. Y convence. 

No había visto Fátima o El parque de la fraternidad. Pero había acabado de ver Se vende, y la comedia negra, la cuarta cinta de “Pichi” Perugorría, auguraba sentimientos encontrados frente a su futura asunción de un personaje como la Fátima de Barnet, y su “mundo al revés”, donde “nadie tiene la felicidad completa”.

Quien había protagonizado el filme más influyente y valiente del cine cubano de todos los tiempos, se había interesado por el “pastel” fragmentado en pequeñas porciones “vendibles” que es hoy la Isla, sentando un precedente inédito en el abordaje de los correlatos socioculturales de la reforma económica en curso, y había devuelto, en pantalla, una caricatura, una amarga porción del propio pastel con las marcas de quien de él ha comido. De modo que esta, su ¿quinta?, la que he visto ahora en el cine, tiene la luz de una ópera prima. Tomémoslo así. 

Es en esa “responsabilidad” y a nivel temático donde Fátima… entronca, de manera más notable, con la ópera prima de Solaya en la ficción. Pero hay otras conexiones que tienen que ver, primero, con esa relación afectiva y personal de los directores con la de 1994 –difícilmente, una experiencia como aquella, herética y propositiva, pasaría sin dejar huellas o incubar otras relecturas en quienes la vivieron–, y luego con la evidente necesidad de buscar otras aristas, historias de vida concomitantes pero con puntos de vista que no hayan sido explorados antes, y de hacerlo con el rigor artístico, la precisión actoral, la belleza y el cuidado formal de los buenos homenajes. 

Ambas películas, estrenadas en el 36 Festival, son nudos, epicentros, narraciones que hallan en espacios y tiempos muy específicos el lugar justo desde el cual posicionarse para contar historias de “no lugar”: La Habana, 1994; La Habana, Parque de la Fraternidad. Desde ahí, el rosario de aristas asociadas a los conflictos de género o preferencia sexual conoce en estas cintas dos maneras de ser mostrado: una, en un cine militante que no deja espacios en blanco y apunta con el dedo a cada una de las situaciones, los procesos y las manifestaciones de discriminación y violencia posibles, a cuenta y riesgo de incluir arquetipos y situaciones dramáticas que aportan a la película poco más que ese señalamiento; y otra, en un cine que no pretende construir personajes-símbolos, historias-país, y cuyo señalamiento no es macro, sino pequeñísimo, reivindicador de las individualidades dentro de ese tejido.

Pero, a fin de cuentas, comparten la preocupación en torno a una cuenta pendiente del sistema social cubano tras más de 50 años, justamente, porque dicha cuenta echa raíces en cada una de esas “perlas”: la educación, los roles sociales y familiares, la precariedad, las construcciones de masa, el cinismo político.

Son películas, no obstante, “de personajes”: contadores, ingenieros, profesionales de la salud. Como en Conducta, los hombros sobre los cuales ha sido construida “la excepción”, los que no tienen monumento en un parque. Y lo que “dejen”, al final, tendrá que ver también con el modo en que sus directores se posicionan ante el cine, y con lo que al cine cubano se le “pide” desde las butacas. En sí mismos, dos roles en plena mutación.

 

 

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