CON UNA MANSEDUMBRE DE ATARDECER CONSTANTE.
Si bien ya nadie muere de amor y en pasión se trueca con frecuencia; si bien asoma lujurioso a veces; si bien a destiempo quiere la mente empujar al cuerpo, ¡qué bueno conocer al menos que existieron amores de por vida, infinitos de rosas y de orquídeas…
Por Mercedes Rodríguez García
Fotomontaje: Carolina Vilches Monzón.
Nadie lo sabe con certeza, pero cuentan que Don Luis Estévez se dedicó a cuidar con sumo esmero el lugar donde descansaban los restos de su querida Marta Abreu, en el cementerio norte de París. Muy temprano en la mañana, sin importarle el frío, le llevaba flores y las arreglaba con cuidado en la jardinera de mármol.
Contó algún celador que mientras las colocaba, Don Luis hablaba en voz queda, y que luego, sombrero en mano, completamente vestido de negro, acariciaba una de las aldabas de la parte derecha del sepulcro, como para despertar a su amada que dormía. A partir de aquel 2 de enero de 1909, solo le venían a la cabeza malos pensamientos.
Mucho había sufrido desde que declinara a la vicepresidencia de la República. Cierto que el retiro en el central San Francisco, en Cruces, había mejorado su salud algo resquebrajada. Fue en ese ingenio donde, el 31 de marzo de 1905, escribió su carta de renuncia, luego de comprender que sus invocaciones patrióticas y las de su incomparable compañera, eran desatendidas por Estrada Palma.
Largo habían conversado sobre el asunto:
—Amantísima mía, presiento la tormenta, están obrando en mengua del bien común y del decoro nacional, la República se tambalea.
—Iremos a Palacio, Luis. Las medidas de Don Tomás para garantizar la reelección presidencial son totalmente arbitrarias. Ya encontrará sustituto entre los más compenetrados con sus aspiraciones y su política.
—Lo sé, pero echará la pelea contra todos aquellos que quieran oponérsele. Y con el cerebro convertido en torbellino, con pasos lentos, se alejaba de la tumba. Mas, solo unos metros y retornaba frente a la lápida.
El aire había liado el ramo de rosas y él volvía a componerlas. Luego, bordeaba el sepulcro, miraba el cielo gris y se acosaba con preguntas inútiles:
—¿Por qué no primero yo? Tú, mujer tan fuerte, ¿cómo fue posible que no te recuperaras de una operación de apendicitis si lo hiciste de la muerte de nuestra pequeña hija? ¿Cansada de vivir? ¡No, si me tenías a mí! ¿Qué podrían significar 63 años, mi querida Marta? El amor no tiene edad. Yo te amo y no puedo vivir sin tus consejos, sin tu compañía. Y volvía a acomodar los tallos y corolas, y a acariciar las aldabas: ¿Qué va a ser de mí solo, apenado, tristísimo? Supimos vencer las contrariedades con tu familia, hicimos un hogar, tuvimos a Pedro, luchamos por la Patria y por tu ciudad a las que entregaste casi toda tu fortuna. ¡Oh!, mujer ángel de voluntad y modelo de perfecciones, la compañera ideal del hombre ilustre, esclarecido, bueno y de pulcros sentimientos, como tú misma me calificabas…
Por fin llegaba la hora de marcharse, nuevamente con el sombrero en la mano, sin darle la espalda a la cripta en señal de respeto. Se alejaba cabizbajo, sumido en un interminable monólogo que duraba gran parte del camino hacia la puerta principal del cementerio, donde lo espera un automóvil.
Nada se sabe a ciencia cierta, pero cuenta el mismo celador que el último día que lo vio «hablando con la tumba» fue a los treinta y un día de «enterrada la finada». Llegó como siempre, con la pucha hermosísima de rosas Iceberg o Polyantha o Lambertiana. De las más caras y hermosas que se vendían en Francia. Pero esta vez lo vio más cabizbajo y pálido que nunca, algo desaliñada la barba.
Al día siguiente supo que el señor se había dado un tiro. Lejos de su Patria, agravados sus males físicos, inconsolable por la pérdida de su idolatrada compañera, no encontró mejor salida. De su casa en la calle Beaujon, a las 11 de la mañana del 5 de febrero, saldría el féretro hacia el mismo cementerio de Montmartre, presidido por su hijo Pedro Nolasco Estévez y Abreu.
Sobre el ataúd una corona enorme, de orquídeas, «y flores raras», comprada en una afamada floristería de la Avenida Klever.
La noticia llegó a Cuba y no hubo periódico que dejara de publicarla, seguidas de sueltos, artículos y crónicas. «Has muerto lejos de tu hogar, viudo e inconsolable, mártir de tus más santos amores», escribiría su íntimo amigo Raimundo Cabrera en El Fígaro del 7 de febrero de 1909.
Once años después los restos de los eternos amantes llegaron al muelle de San Francisco, La Habana, a bordo del vapor Flandes. Unidos para siempre aquellas dos almas filantrópicas que en todo tiempo rindieron «culto de devoción a la caridad y al patriotismo en obras imperecederas de piedad y progreso».
Solo el viento trae sus sombras. En hombros de los obreros portuarios descienden los ataúdes. Nada de bandas militares, ni armón, ni sonido de cañones. Según parece, «por instrucciones testamentarias o instrucciones o deseos dispuestos en familia, debido a la sencillez a la que siempre rindieron culto».
Los restos deberán ir directamente desde el muelle al cementerio de Colón. En el recuerdo, que va más allá de la muerte una continúa siendo el complemento del otro. Marta poseía una mente imaginativa; Luis, el don de llevar las obras hasta las últimas consecuencias. De ahora en adelante, sus huesos de amarían en el contacto ya frío de cielo y tierra viejos con una mansedumbre de atardecer constante. (1)
Fuente bibliográfica principal: «Marta Abreu Arencibia y el Dr. Luis Estévez y Romero. Estudio Biográfico», por el Dr. M. García Garófalo y Mesa. La Habana, 1925. Imprenta y librería La Moderna Poesía, Pi y Margall 135.
(1) Del poema, Lluvia, de Federico García Lorca, Granada, (1919)
0 comentarios