Blogia
LA TECLA CON CAFÉ

La Reina del Soul en la memoria

 

lunes, 20 de agosto de 2018
9:15:38 p.m. 

El mundo se ha quedado sin su más extraordinaria voz. Hubo un día en que «murió la música», como decía la canción de Don McLean. Este jueves 16 de agosto fue como si el mundo se hubiese quedado afónico porque hay cantos que ya nunca sonarán. A los más grandes artistas se los puede imitar, quizá, pero no se los puede sustituir. En el caso de Aretha Franklin ni siquiera existe la opción de imitarla. Si ella no lo canta, no lo podrá cantar nadie. 

Cantaba lo que quería, como quería, con esa facilidad que bendice a los elegidos. No lo digo yo; lo decían sus antiguas coristas, que eran magníficas cantantes también —había que serlo para tener el honor de diluir sus timbres con el de ella—, pero que, como las demás voces del gremio, tenían que admitir con asombro una verdad incontestable: Aretha pertenecía a una categoría tan singular, tan exclusiva, que no había sitio para nadie más.

Una categoría para ella sola, como si hubiese venido de otro planeta. 


Decir que «su sombra era muy alargada» es como pretender que había un sol detrás de ella y que no era ella, en su oficio, el sol mismo. Como pretender que su inmensa presencia en el subconsciente colectivo del universo musical fuese delimitada y finita. Aretha era, y es, y seguirá siendo como un telón de fondo del que uno no puede apartar la vista, aunque se distraiga dirigiendo su mirada a figuras más pequeñas, como el cielo que seguimos viendo, sin saberlo, cuando centramos la mirada en los pájaros. 

Cada vez que otra cantante alcanzaba una nota imposible o generaba una intensidad abrumadora, la comparación era automática e inevitable, como cuando los atletas compiten entre sí sabiendo que, aunque ganen muchas medallas de oro, habrá un récord del mundo que nunca podrán igualar. Estaba Aretha, y después estaba el resto. Hablando de otras cosas diría que esto es una percepción subjetiva mía, pero todos sabemos que no lo es, sabemos que es un hecho que era única y mejor, por lo que sería una tontería ponernos a discutirlo o a intentar explicarlo. 

No se trata de medir cuál era su rango vocal o cuán potente era su voz; en sus muchos discos y filmaciones hay cientos, miles de detalles que demuestran sus asombrosas elegancia y pericia a la hora de comandar las melodías, de atemperarlas y acentuarlas con las dinámicas, de elegir giros, inflexiones e improvisaciones perfectas. Hay muchas cantantes que lo llenan todo de gorgoritos y alardes, pero Aretha subía y bajaba en los momentos justos, pasaba del susurro al grito y volvía sin que uno fuera consciente de la transición. Hay que nacer para hacer las cosas con tanta facilidad que parezcan naturales e inevitables. Era hipnótica, absorbente; no hacía los fraseos que esperabas oír, y después de oírlos te parecía que no era posible haber hecho otros. 


Su voz destacó de entre todas las voces de esa cantera inagotable que hierve en las iglesias estadounidenses. En la música espiritual, el góspel, germinaron las carreras de un sinnúmero de cantantes e instrumentistas: desde Ray Charles a Merry Clayton, desde Sam Cooke y Al Green a Tina Turner, desde Elvis Presley y Little Richard a Stevie Wonder y Billy Preston. La lista es interminable. Tanto que incluso nuevas voces a las que nunca asociaríamos con el góspel empezaron cantando música espiritual, como Katy Perry o Avril Lavigne. 

En los Estados Unidos el góspel es tan importante que siempre ha tenido sus propias discográficas y ha habido artistas que han vivido, y bien, sin pisar el terreno de la música secular. El ecosistema de las iglesias no es exactamente una competición, pero los mayores talentos ascienden rápido porque las celebraciones son, en buena parte, conciertos. Y los feligreses son, además de feligreses, espectadores. 

No voy a pretender que puedo ponerme en la piel de quienes crecen identificando su religiosidad con el góspel, pero está claro que para ellos la grandeza de los intérpretes es una expresión más de la grandeza de Dios, como en Europa lo eran la grandeza de las cantatas de Bach y los himnos de Purcell o la pétrea magnificencia de las catedrales. 

En el góspel, una gran voz es algo más que simplemente una gran voz. En un entorno donde todo el mundo canta y las gargantas privilegiadas aparecen en centenares, por no decir miles, quien consigue destacar lo hace porque posee cualidades fuera de lo normal. Aretha Fraklin poseía cualidades fuera de lo normal.

 No necesitan ustedes husmear en sus libros biográficos para comprobarlo; a los catorce años grabó un disco donde la podemos escuchar cantando en directo en la congregación donde su padre ejercía como pastor. Es muy posible que a sus oyentes de entonces lo de esta niña les pareciese un milagro. Insisto: catorce años tenía. 

 

Es fácil olvidar que Aretha no siempre fue una gran estrella y que no lo fue porque en sus primeros álbumes para una gran discográfica renunció a la manera de cantar que había puesto los pelos de punta a sus correligionarios. 

Durante la década de los cincuenta, nació del góspel la música que poco después sería conocida como soul. Era, en lo fundamental, la misma música, aunque con letras que hablaban de temas mundanos: amor, sexo, tristeza, dinero, alegría, bebida, drogas. Contaminada por toques de jazz, estilo que los creyentes más piadosos veían como banda sonora de adictos, bares de mala muerte y prostíbulos. Y, aún peor, contaminada por el rhythm & blues, que era directamente la música del diablo. 

Los grandes intérpretes de góspel no se habían atrevido a llevar su estilo más allá de las iglesias, porque se arriesgaban a que su público pensara que el demonio los había poseído. Ray Charles empezó a marcar el camino, apropiándose de la sonoridad de los himnos espirituales para cantar cosas como «Vamos a colocarnos», que sonaban a iglesia en todo excepto en el mensaje. No mucho después, la gran estrella emergente del canto espiritual de la época, el niño prodigio Sam Cooke, hizo lo mismo, abandonando The Soul Stirrers, la banda de canciones religiosas con la que había empezado a hacerse un nombre (y la banda que no pudo mantener su éxito sin él). 

Aretha, como muchas adolescentes de su generación, estaba enamorada de Sam Cooke, y quiso seguir su ejemplo. A los dieciocho años dio también el gran paso y le dijo a su padre que pretendía dedicarse profesionalmente a la música laica. El trago fue menos traumático de lo previsto: su padre no solo consintió, sino que se convirtió en su mánager. El primer single laico que Aretha grabó tenía un título de lo más elocuente: «Hoy canto blues». 

Era el año 1960. Su voz y su piano sonaban muy poco eclesiásticos; un error (si podemos llamarlo así, claro) que tardaría algunos años en corregir.

Pasó los siguientes seis años en la discográfica Columbia, donde nadie supo sacarle partido a su innata intensidad. En aquellos discos cantaba maravillosamente bien, por descontado, pero lo hacía en un estilo que estaba plagado de competidores, sin nada en concreto que la hiciera destacar del resto. 

La variedad de estilos de aquellos discos, no obstante, permitía disfrutar de algo que, curiosamente, suele pasar desapercibido: su magnífico gusto como pianista. Su manera de tocar era muy elegante y versátil; además de su experiencia en el góspel, había recibido cierta formación en piano clásico y quedaba patente que estaba familiarizada con varias otras ramas de la música. Como en el único sencillo que obtuvo una modesta repercusión internacional, la versión de una vieja canción que Al Jonson había cantado en Broadway durante los años veinte. 

  

Los discos de Columbia me gustan mucho, pero no mostraban a la Aretha que todos recordamos. Su inmenso talento se diluía no pocas veces en mitad de producciones que sonaban domesticadas y acomodaticias. Un buen ejemplo es su melosa versión de «Try a Little Tenderness», que imitaba sin mucha gracia las baladas orquestadas con las que Ray Charles, para variar, había roto moldes. Basta compararla con la que versión grabó Otis Redding, con ese crescendo final que la convertía en uno de los puntos fuertes de sus ya de por sí impresionantes directos. Era justo eso, romper las ataduras con las modas del momento, lo que Aretha necesitaba. 

En 1967, fichó por una nueva discográfica, Atlantic, donde entendieron por fin que esa clase de energía era la que se requería para extraer de Aretha todo su potencial. Ella venía de las iglesias y tenía que recuperar la extática intensidad de los himnos y las celebraciones. La música soul era la única que provenía directamente del tipo de góspel que había cantado desde niña, y en la faceta más desbocada del soul era donde ella podía brillar con más intensidad. Justo lo que Otis Redding estaba haciendo con tanto éxito. Era, recordemos, era del auge del rock guitarrero y Otis podía compartir cartel con Janis Joplin, The Who y Jimi Hendrix, y no desentonar en absoluto. Cuando Otis cantaba un tema de los Rolling Stones lo hacía sonar más enérgico que los propios Stones. 

En Atlantic, con una certera visión de por dónde conducir a su nuevo fichaje, querían hacer de Aretha la versión femenina de Otis Redding. Por supuesto, ella tenía una personalidad propia, pero seguir el ejemplo de Otis fue todo un acierto. Aretha debutó en Atlantic con una canción de puro soul, esto es, del góspel que ella había cantado siempre, pero con letras que hablaban de cosas de la tierra y no del cielo. Fue su primer gran éxito a nivel nacional. Esta, ya sí, era la Aretha con la que nos familiarizamos durante décadas. 

 

Casi de inmediato consiguió su primer número uno interpretando, cómo no, una canción que había compuesto y grabado Otis Redding. Aunque a priori parecía impensable —recordemos que Otis estaba rompiendo toda clase de moldes y se dedicaba, entre otras cosas, a mejorar toda canción ajena que pasaba por su garganta y por las manos de los músicos de su banda—, la versión de Aretha superaba a la original de Redding. Además de que cantaba como nunca antes en un disco, todo en la grabación era perfecto, desde los arreglos iniciales de la guitarra de Cornell Dupree (más conocido como uno de los músicos de sesión más prolíficos de todos los tiempos, aunque recomiendo encarecidamente sus discos en solitario: evidencia uno, evidencia dos) hasta ese legendario «R-E-S-P-E-C-T» que pillaba desprevenido al oyente (hoy, claro, lo hemos oído un millón de veces, pero entonces…). En fin, ya saben, la canción que la convirtió en una gigante de la industria. 

De ahí, al infinito. Aretha había encontrado por fin el estilo en el que nadie, absolutamente nadie, podía competir con ella, ya fuese con temas nuevos («Chain of Fools») o con versiones inspiradas, una vez más, en las que había hecho Otis («I Can’t Get No Satisfaction»). O con versiones que hizo suyas para siempre o que le valieron premios Grammy. Sí, el objetivo de Atlantic era convertirla la versión femenina de Otis Redding, pero consiguieron mucho más que eso: hicieron que Aretha fuese A-R-E-T-H-A. No tardó en ganarse el título indiscutido de «reina del soul», estableciéndose como una institución y una referencia —inalcanzable, pero ineludible— para las voces femeninas que vinieron después. 

Si una cantante quería hacerse una idea de a qué altitud quedaba el listón, ahí estaba Aretha. Estaban sus discos, sus conciertos, y estaban sus ocasionales retornos a la iglesia, en los que ponía de manifiesto que, en efecto, seguía haciendo que cualquiera creyese en los milagros. 


El éxito ya no la abandonó, ni tampoco la veneración que despertaba su figura. Aretha Franklin era como la ley de la gravedad o como el beber agua, cosas que sencillamente son indiscutibles. Las cosas pesadas caen al suelo en el cien por cien de los casos, los seres humanos necesitamos agua en el cien por cien de los casos, y Aretha Franklin te asombra y te emociona cuando la escuchas, también en el cien por cien de los casos. Ya sea en sus discos más melosos de los inicios o incluso en sus aventuras ochenteras. Porque podía ponerse una chaqueta de cuero, empezar a interpretar «Jumpin’ Jack Flash» y hacerte creer que la canción había sido escrita para ella. El tono ceniciento que sus graves habían adquirido con los años era para el oyente como esos matices que los expertos encuentran en los vinos excepcionales. Puedes oírla y regocijarte con esa ligera textura raspada que hace aparecer y desaparecer a voluntad, como solo puede hacerlo una maestra consumada en su arte. 


Supongo que ya no se estila decir estas cosas, pero Aretha era también una dama. La llamaban reina y se comportaba en consonancia, con distinción, gracia y refinamiento. Cualquier intervención suya en un acto público era un acontecimiento y ella, sin el más mínimo esfuerzo y seguramente sin la más mínima intención, aparecía rodeada de una aureola mayestática. 

Todo el mundo sabía quién y qué era Aretha y qué significaba su figura. Como cuando B. B. King se rodeaba de rockeros que lo miraban con arrobo, comportándose como niños en presencia de Papá Noel. Basta ver las infantiles expresiones de euforia de Carole King cuando Aretha pisaba el escenario para homenajearla por haber compuesto aquella canción que ella había convertido en inmortal. Vean las impagables caras de Carole y escuchen cómo cantaba Aretha, todavía, con más de setenta años. Lo dicho: un milagro. 


Ahora ella ya no está. Y no va a haber otra Aretha, como no ha habido otro Bach ni otro Velázquez. Las próximas generaciones la escucharán con el mismo asombro que nosotros, o más, y pensarán: qué gran época debió de ser aquella en la que Aretha Franklin estaba viva. Supongo que las gentes del futuro tendrán sus propios colosos, pero, la verdad, dudo que ninguno consiga provocar semejantes emociones con su voz. Ese tipo de cosas suceden una vez en la historia. Los egipcios tuvieron las pirámides, los romanos tuvieron el Coliseo y nosotros la hemos tenido a ella. Sí, qué otra cosa podemos decir: ha sido una gran época. Ha sido la época de Aretha Franklin. 

(Fuente: jotdown.es/E. J. Rodríguez)

0 comentarios