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LA TECLA CON CAFÉ

Que no descanse en paz

Que no descanse en paz


26/04/2013 13:40:23

 

Por Fernando Ravsberg

 

La primera vez que hablé con Alfredo Guevara fue recién llegado a Cuba, allá en los inicios de los 90. Me había propuesto hacer un reportaje de televisión sobre Fidel Castro y quería entrevistar a quienes lo han conocido de cerca en diferentes etapas de su vida.

 

Eran los años de los apagones y la electricidad se fue mientras subíamos en ascensor a su oficina en el edificio del instituto de cine. Quedamos detenidos entre dos pisos y nos tocó salir gateando por el pedazo de puerta que parecía más grande. 

Después de vernos caminar en cuatro patas el hielo se había roto y la entrevista se convirtió en una conversación informal. Sabía que habían sido compañeros de universidades y aventuras pero aun así me sorprendió el desenfado con que hablaba de Fidel Castro. 

Me contó que convivir con su amigo era «insoportable» porque lo despertaba a media noche para discutir una idea que se le acaba de ocurrir, un nuevo proyecto o algún tema candente. Y a esa hora espera que uno lo escuche atentamente y le responda con coherencia. 

Guevara puso en contacto al joven Castro con los teóricos del socialismo. En aquella entrevista me reveló que cuando regresaban de Colombia, tras el levantamiento popular, tirados en el piso de un avión de ganado, Fidel, conmocionado por el «bogotazo», le pidió libros de marxismo. 

Después no volví a verlo por mucho tiempo hasta que hace unos 5 años me llamó para pedirme que le enviara los materiales que escribía sobre Cuba a su correo. Lo incluí en mi lista de amigos y empecé a mandárselos cada vez que publicaba algo. 

Me llamó alguna vez porque le gustó lo que escribí y también cuando no le gustó. Debatimos varios temas telefónicamente hasta que me invitó a su casa para una charla más larga, estuvimos horas hablando de la burocracia, la estatización, la prensa, la cultura y la historia. 

Temas apasionantes como la existencia de un gobierno paralelo al inicio de la revolución, ubicado en la casa del Che en Tarará, donde trabajaban y conspiraban por encargo de Fidel Castro, su hermano Raúl, Vilma Espín, Alfredo Guevara y el Comandante argentino-cubano. 

Le pedí en varias ocasiones que me concediera una entrevista de fondo sobre la historia de la Revolución. Era un testigo excepcional por su presencia en el Partido Socialista Popular, en la lucha universitaria, en el movimiento fidelista y en el entramado político y cultural postrevolucionario. 

No tuve éxito, ninguno de mis argumentos sirvió para hacerle cambiar de opinión. Al parecer sigue vigente un pacto de caballeros adquirido al triunfo de la revolución para olvidar las desavenencias entre las organizaciones de izquierda en favor de la unidad. 

Alfredo comprendía perfectamente que sería muy difícil reconstruir la historia de esos años después que murieran sus protagonistas pero él tenía entre manos asuntos más importante que escribir memorias, quería ser parte de este presente, tan controvertido como él mismo. 

Por eso andaba con su bastón recorriendo juventudes para llamarlos a participar en los cambios de la nación. Les anunciaba sin pelos en la lengua que la sociedad cubana saldrá de la prisión del Estado. Y profetizaba que «el Estado soltará su presa, quiera o no quiera». 

Hace unos años fui invitado a un coloquio por un grupo de profesores y alumnos de periodismo de la Universidad de Las Villas. Ese mismo día habían estado con Alfredo y llegaron perplejos, los zarandeó exigiéndoles que peleen por hacer un periodismo reflejo de la realidad. 

Desplegó la bandera de su socialismo libertario y salió a encender fuegos en las almas de los jóvenes sembrando en sus mentes ideas irreverentes. Proponiéndoles que se conviertan en dueños de su tiempo y se atrevan a modelar la nación a su imagen y semejanza. 

Alfredo no estaba haciendo nada nuevo, nada que no hubiera hecho ya con un cine cubano que desde sus primeros pasos se convierte en conciencia crítica de la sociedad y santuario para tantos directores, músicos y trovadores prófugos de la injusticia. 

Ahora vuelve a andar libre, sin el cuerpo viejo ni el incómodo bastón. Por eso no eligió la paz del cementerio sino la agitada escalinata de la universidad, donde podría estar cerca de los muchachos y de las muchachas, que son la Cuba que viene. 

Él mismo fue parte de esa patria joven cuando se enfrentó a la dictadura de Batista, cuando defendió la cultura cubana del estalinismo de manual soviético y también a sus 80 y tantos, cuando proclamó que el Estado no es Dios para estar en todas partes. 

A Alfredo no se le puede dejar descansar, habrá que volver a él desenterrando décadas de debates culturales, explorando los otros caminos que pudieron ser y estudiando sus conferencias a los jóvenes, porque ahí la nación encontrará semillas para su constante renacer. 

 

 

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